Vacía Tus Maletas . . . Y Vámonos De Viaje

lunes, 28 de noviembre de 2011

Antes De Amanecer




  Una mañana de abril, mientras se colocaba su traje de brillo dorado para dar el paseo diario, borró su sonrisa, cambió la luz que siempre tenía en su mirada por unos ojos tristes, y acurrucado tras la montaña que le protege cada noche, el sol comenzó a llorar por primera vez en su vida.

          Llegaron las nubes blancas con su alegría, las nubes grises cargadas de ideas y hasta las nubes negras, que siempre aparecen enfadadas y echando rayos y truenos por la boca, venían tranquilas y con ganas de escuchar.

La pequeña brisa que siempre quiere bailar, llegó de la mano del huracán que siempre está enfadado; y esto es muy raro, porque al huracán no le gusta juntarse con nadie.

Las estrellas acababan de acostarse, pero se levantaron de un salto cuando se enteraron de la noticia. Incluso el lucero, que está un poco gordo y no se mueve con agilidad, llegó enseguida al lado del sol.

La luna intentó llenarse lo más posible para arropar a su compañero. Primero había pensado coger la forma de cuarto menguante y mecerlo un ratito, pero luego se dio cuenta de que abrazarse les iba a gustar mucho más a los dos.

El sol seguía tan ocupado con su tristeza, que no se había enterado de que tenia a tanta gente a su alrededor. Entonces levantó la mirada, dejó de apretarse entre sus rayos y el brillo volvió a asomar a sus ojos.

Las nubes, los vientos, las estrellas y la luna estaban allí. Ninguno le dijo nada que no le hubiese dicho cualquier otro día. Ninguno intentó animarle. Nadie le quiso comprender, ni le compadeció. Y nadie quiso hacerle sonreír.

El sol no sabía lo que le pasaba, pero sí estaba seguro de que era algo que solamente tenía que ver con él. Y, por lo tanto, únicamente él podía solucionar.

Miró a todos, y las chispas cálidas de sus ojos llegaron hasta cada uno de sus compañeros. Entonces siguió llorando, porque eso era lo único que podía hacer en ese momento.

El sol sintió cómo las nubes se colocaron para proporcionarle un colchón de tres colores. La luna le abrazó, haciéndole sentir el calor que solo saben dar los amigos. Los vientos suaves y los vigorosos se unieron para secar las lagrimas que iban rodando entre sus rayos; y el lucero y las estrellas se acomodaron a su alrededor, para que nunca dejara de creer en las luces que casi siempre tenemos a nuestro lado.

Se levantó con su propio impulso, pero apoyándose en todos para conseguirlo. Sonrió, dijo un profundo gracias que no necesitó de la palabra, pero que nadie dejó de escuchar; y terminó de ponerse su traje de brillo dorado.

           El sol se estiró lo que pudo hasta acariciar el cielo con su resplandor, y sabiendo ya lo que es la tristeza, asomó tras la montaña que le protege cada noche; y volvió a amanecer.






martes, 22 de noviembre de 2011

Se Me Olvidó Sentir Miedo




        La mañana en la que más segura estaba de que nunca volvería a sentir nada que me emocionase, aún no sabía que por la tarde, aprendería a volar.

       Apartado de mi camino, junto a una vereda cuajada de pinchos y matorrales y oculto tras unos árboles que me parecieron preciosos, asomaba como si no fuera importante, el campanario de una iglesia escondida... Si hubiese ido hacia alguna parte, nunca se me habría ocurrido perder el tiempo acercándome allí.

        El sonido de la puerta cuando la empujé, fue para mí como una agradable invitación a entrar.

        Me dejé envolver por la penumbra del interior, mientras mi mirada paseaba por las paredes de aquella enorme habitación que parecía vacía. Destellos de un naranja luminoso colgaban en uno de los rincones pero, ni siquiera ellos, me hicieron pensar que no estaba sola.

        Un hombre apareció por una puerta que yo no había visto, se dirigió a la única luz que ardía, prendió un palo de madera, lo levantó iluminando su cara y me miró. Vi como me sonreía, sentí como me acercaba su fuego con los pasos que daba hacia mí y comprendí que sus ojos no iban a necesitar palabras.

        Me saludó con una suave inclinación de cabeza y, sin dejar de mirarme, tomó mi mano llevándome hasta el centro de la iglesia. Una enorme liana de esparto atravesaba una polea que pendía del techo y se arrastraba como una serpiente a mi lado. Aquél extraño me cedió su antorcha, se agachó para coger uno de los extremos de la cuerda y sus brazos comenzaron a liar mi cuerpo.      
        Acarició mis hombros, mi espalda y cuando llegó a mi cintura, comenzó a llenarme de nudos... De muchos nudos.
          No sé por qué, pero se me olvidó sentir miedo.
         
          El hombre que sentía absolutamente a mi lado, cogió el otro extremo de la soga, me miró con la expresión de un amante cuando entrega un regalo de verdad, y tiró fuerte de ella. Mi cuerpo empezó a elevarse mientras mi pelo y mi falda danzaban tras de mí. Las campanas comenzaron a sonar al compás de mi balanceo. Mi compañero de ese momento me miraba desde abajo, y yo... Sencillamente, volaba.

        De repente, la cuerda se paró cerca de una de las paredes, las campanas dejaron de oírse y aparecieron unas caras con barba pintadas en el muro que miraban expectantes hacia mí. Un enorme espejo colgaba cerca del rincón reflejando los movimientos de mi cuerpo. Las túnicas de colores de aquellos apóstoles, sus largos cabellos, sus ojos iluminados por la luz de la antorcha y el reflejo de mi imagen bamboleándose otra vez entre ellos, me parecieron increíblemente sensuales. Bajé la mirada hacia aquel desconocido, como lo haría una amante que ha recibido un regalo de verdad. El columpio siguió bailando con la música de las campanas llenando mi piel y mi sentimiento de paz, de pasión y de vida... Y, muy lentamente, empecé a descender.

       El hombre que acababa de conocer, me rodeó otra vez con sus brazos, desató los nudos que apretaban mis caderas y mi cintura, acarició con su cuerda, con sus manos y con su mirada todo mi cuerpo... Cogió la antorcha y se alejó.

         _Volveré a ésta iglesia algún día. Dije en voz alta
         _Yo vengo a menudo por aquí. Me contestó
         _Entonces nos encontraremos

       Sí esto hubiese ocurrido, si nos hubiésemos vuelto a tropezar, aquella tarde habría dejado de ser única para mí. El recuerdo de su magia estaría envuelto por otros recuerdos, y seguramente, se me habría olvidado que yo… Sé volar.



viernes, 18 de noviembre de 2011

El Hombre De Enfrente




               A veces, me resulta estúpido mirarme al espejo, pero eso está muy lejos de significar que no me guste.


            El hombre que tengo enfrente nunca siente miedo. Dentro de su marco de metal, siempre sabe lo que hay que hacer. Él no debe ponerse un traje, ni una corbata, ni peinarse correctamente. Él no tiene que hacer lo que le dicen los demás. Él no necesita ser simpático.


            Estoy cansado de buscar. Estoy cansado de buscar alguien como yo. Estoy cansado de buscar mi sitio. Estoy cansado de buscar una mano que me acaricie. Estoy cansado de buscar siempre.


            La vida es puñetera. Yo estoy aquí fuera, y lo único que quiero es cambiarme por él. Ser como quiero ser, rodearme por un cuadro metálico, y que a nadie le importe.


            El hombre del espejo se pone un sombrero de colores porque le gusta, su camisa es demasiado grande porque le apetece, coge una pistola porque le da la gana y ya no necesita llevar pantalones.


Cuando tienes un revolver en la boca, nadie puede pedirte que pienses con perspicacia. Cuando el cañón de acero pasea por tu lengua, cualquiera comprendería que es muy difícil expresarse con palabras geniales.


Ahora puedo llegar a la luna, a la que cuelga frente a mí en la pared, a la luna rodeada de metal. Ahora puedo ser el otro. Ahora puedo ser el hombre que siempre me mira, el que siempre me espera... Ahora puedo ser la persona que nunca hace lo que no quiere hacer.


Cuando aprietas el gatillo, y solo entonces, te das cuenta de que el hombre de enfrente... es tan vulnerable como tú.





lunes, 14 de noviembre de 2011

Alguien Diferente

  


Un pastor y su rebaño se encuentran con un lobo, cuando regresaban a casa trás su paseo de cada día.
Las ovejas comenzaron a balar y a correr sin dirección alguna.
El perro intentó protegerlas interponiéndose desesperadamente entre las presas y el cazador.
Las manos y la frente del hombre comenzaron a sudar y a enfriarse al mismo tiempo, mientras con su brazo alzaba un callado desafiante.
Todos actuaron como era de esperar ...


    ... Todos, menos uno.
               Esa tarde, el lobo no tenía hambre.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Algo Ha Fallado


          
 Me he levantado con el pie derecho. No he pasado por debajo de ninguna escalera. Hace más de siete años que se me rompió el último espejo. Me tiré por encima del hombro todos los granitos de sal que se cayeron al freír las patatas...       

Lo he hecho todo bien, ¿verdad? Pues me parece, que algo ha tenido que fallar...



. Después de once años, nueve meses y veintitrés días cosiendo volantes, ajustando corpiños y rematando un montón de dobladillos —siempre para otras mujeres—, y nunca para mí… La semana pasada, el encargado de vestuario, me invitó a una de esas fiestas glamurosas, de las que siempre hablan los diseñadores más sofisticados… Una de esas, que yo me había imaginado un montón de veces, sobre todo en esos momentos de bajón que a mí me entran de vez en cuando, y que me dan por sentirme como una cenicienta en vaqueros, entre tanta cursilería.         

Estaba entusiasmada, ilusionada y, por fin... me veía reconocida en mi trabajo. Así que hice lo que cualquiera haría en mi lugar: Pedí hora para la cera y la manicura. Llamé a Mónica y a Esperanza para contárselo enseguida. Recorrí todas las tiendas fashion y estilosas de Málaga… Y me prometí a mí misma, apuntarme a un gimnasio antes de que empezara el verano.       

 Busqué, busqué y rebusqué... Me probé primero los vestidos que me encantaban. Luego los que me gustaban bastante. Después los resultones. Y al final, unos cuantos que no me parecían muy mal… Ninguno estaba hecho para mí, y mi hada madrina no aparecía por ninguna parte.         
Pero… —como el optimismo que yo tenía en aquél momento, superaba con creces a mi realidad—, a mí eso no me importó.     
       
 Yo solita era capaz de hacerme el traje más elegante, más sexy y más ajustado de toda la fiesta. Calculé, que con quedarme dos o tres noches sin dormir para coserlo, y cenar fruta para poder meterme en él, sería suficiente.

Ésta mañana, a las siete menos cuarto, y tras cinco noches de café, hilo y tijeras... Mi vestido estaba terminado.     

Lo he hecho bien, ¿verdad? Pues está claro… que algo ha fallado otra vez.

Tengo que decir, que lo malo de mi nevera, es que las manzanas y las peras están colocadas justo al lado de las cervezas y de las aceitunas... —y yo creo, que por eso— el resultado de mi régimen, al final no ha podido ser tan satisfactorio cómo esperaba.


    Así, que aquí estoy yo... En la fiesta donde tenía planeado desquitarme de tantos años de vivir por el lado del revés de las telas. Y, ya de paso, enamorar locamente al chico más interesante de la reunión —incluso hasta me daba igual, que nuestro amor eterno, solo durase aquella noche—.      

Pero, ha surgido un problema… Y en vez de estar paseándome por todo el salón, marcando curvas, moviendo sofisticadamente mi pelo y, con ese andar bailarín —de los que nunca han tenido ninguna preocupación importante—...
Aquí estoy yo… Teniendo que conformarme con quedarme sentada en éste sofá rosa pálido horroroso, intentando pasar lo más desapercibida posible, esperando a que se vaya el último invitado para poder levantarme de aquí... Y concentrando todas mis fuerzas, en sujetarme el vestido por la parte donde la cremallera me acaba de estallar...

  Me parece, que algunas de nosotras, casi siempre pillamos a nuestras hadas madrinas… un poquillo despistadas.




miércoles, 9 de noviembre de 2011

El Otro Lado De Un Cuento



 Cuando le conocí, yo acababa de quitarme mi vestido de princesa.

Apareció galopando tras el lado oscuro de la montaña que me parecía un corazón. Su armadura, lucía hermosa bajo los rayos del sol, pero no me dejaba ver su piel.

Tiró de las riendas, su caballo se paró junto a mí y mi cara apareció en su coraza de hierro.

Sujetaba fuertemente su lanza y, sin dejar de protegerse con su escudo, giró su yelmo y me miró; fue una lástima no poder verle los ojos.

            —¿Quieres ser mi princesa?

—Gracias; pero acabo de quitarme el vestido

            Apretó los estribos y se alejó a gran velocidad.

            Cuando volví a verle, yo acababa de encontrar mis alas.

El caballero de la armadura volvió a aparecer galopando tras el lado oscuro de la montaña que me parecía un corazón, tiró de las riendas, mi mirada volvió a reflejarse en él y, esta vez, bajó de su caballo.

Dejó su lanza en el suelo, se quitó el escudo, extendió sus manos hacia mí y se acercó.

—Ya no estoy armado. Ya no tengo protección

 Yo seguía sin poder ver su piel ni sus ojos.

—Gracias, pero quiero aprender a volar


Cuando volví a verle, ya era una maestra volando sobre mí misma. Volaba encima de mí, volaba debajo de mí, volaba a mi lado.

El caballero volvió a aparecer galopando tras el lado oscuro de la montaña que me parecía un corazón. No tenía escudo ni lanza. Bajo de su caballo y, con una palmada sobre su lomo, le dejó en libertad.

            Se desabrochó su armadura y la tiró lejos de él; su piel era dorada cómo la arena de un desierto soleado cuando no tienes sed. Se quitó el yelmo; su pelo era oscuro cómo una hermosa noche sin luna. Me miró y sus ojos eran profundos y tranquilos cómo un océano en paz. Si no me pareciera cursi, diría que ésta vez mi cara se reflejaba en ellos.

            Me acerqué a él. Volé por su desierto, volé por su noche y volé por su mar. Juntos volamos por el cielo y juntos supimos que jamás podríamos volar más alto.


            Al amanecer; sin armas, sin escudos y más fuerte que nunca, se alejó desnudo tras el lado oscuro de la montaña que yo ya no necesitaba que me pareciera un corazón.






domingo, 6 de noviembre de 2011

Inesperadamente





Aquella noche no había luna ni tampoco se veían estrellas que iluminaran mi cielo por ninguna parte. Sin embargo, tuve la suerte de quedarme sin tabaco.


Salí a la calle y empecé a andar deprisa. Necesitaba arroparme con algo, y pensé que si me envolvía entre el humo de mis cigarros, me sentiría mejor.


El paseo que me llevaba al centro estaba vacío, y la única luz que se veía era la amarilla y tenue de un pequeño portal. Fui hacia él por si vendían cualquier cosa aceptable para fumar, pero enseguida me di cuenta de que allí no había nada que se pudiera comprar.


Al acercarme, empecé a oír el sonido suave y tranquilo de una guitarra y una voz ronca que cantaba bajito; que en un segundo consiguieron que se me olvidara lo que había salido a buscar.

         Llamaron mi atención, unas manos grandes que acariciaban unas cuerdas de acero, cómo si no quisieran hacerlas daño. Me fascinó la manera en que aquellos brazos rodeaban aquellas curvas de madera que, estaba claro, que eran del mismo color que mi piel. La melodía que susurraba me mecía en el aire, mientras sentía como si aquella boca paseara por mis poros al ritmo de su música. 

        Mi corazón ya no podía parar de correr, tras unos ojos que ya no podían parar de gritar mi nombre en silencio.


            Él estaba apoyado en la pared del fondo, medio tumbado sobre una alfombra azul. Rodeado de cojines con dibujos raros, y de páginas llenas de líneas negras y de notas musicales. Sin dejar de mirarme, con una sonrisa que prendió fuego de un chispazo a todos mis deseos, aquél desconocido siguió los movimientos de mi cara y de mi cuerpo, cómo si lo único que le importara en el mundo fueran cada uno de los pasos que me llevaban a él.


Inesperadamente, mis poemas tristes desaparecieron y ya sólo existían sus canciones de amor.


Se levantó. Cerró la puerta por la que yo acaba de entrar seguro de que ya no faltaba nadie, se sentó junto a mí, y siguió tocando.


            Cada acorde era más sensual que el anterior y cada palabra que salía de sus labios, entraba más profundamente dentro de mí.


Un calor mágico empezó a subir por mis piernas hasta incendiarme, hasta apretar salvajemente mi estómago y hasta ponerme el corazón en la garganta.


El aire del deseo hinchaba mi pecho y alteraba mi respiración. Mis manos se me escaparon para perderse por su cuerpo, dejándome muy claro, que aquella excitación no sólo la sentía yo.


            Apartó su guitarra y sus brazos rodearon apasionadamente mi cintura, acercándome con todas sus ganas hacia él.


Acarició mi espalda, mi cuello, enredó sus dedos entre mi pelo, cogió mi cara y me besó los labios mil veces.


            No quedó ni un rincón de nosotros que no recorriéramos juntos, ni ninguna sensación por expresar.


         Cuando todo acabó, salí a la calle y me puse a caminar hacia mi vida. 
          
        En mi regreso volví a acordarme del tabaco, pero esta vez sonriendo por haberme quedado sin él.
        
        Miré hacia arriba. Me encantó poder volver a notar sobre mí, las cientos de estrellas que llenaban mi cielo. Y me daba igual, si esta sensación solo duraba un minuto.


martes, 1 de noviembre de 2011

Aurora




  Cuando tropezó no sabía que, algo tan tonto, le cambiaría la vida.
          Un muchacho con sus rastas y una mujer vestida de verde se acercaron a ayudarla.
—¡Pobrecilla... Una señora tan mayor! ¿Está usted bien?
—Sí, sí. No se preocupen. Estoy muy bien
Se puso algo más nerviosa al ver que seguía viniendo gente... Una
niña corriendo con su madre detrás, un cartero con su carrito amarillo...
            Demasiado alboroto por tan poca cosa, pensó
  Todos la miraban hablándola a la vez.     
—¿Y su rodilla? Parece que tiene una herida
—No. No tiene importancia. De verdad que estoy bien
Más que nada, por dar gusto a los que había a su alrededor se levantó. Por ella no le habría importado quedarse así un ratito más, si hubiese estado sola, claro. 
Tirada en la calle, tampoco se estaba tan mal.
—¿Vive usted cerca?
—Sí, sí, ahí mismo
—¿Puede andar?
—Estoy bien... De verdad. Les he dicho que no ha sido nada.
Muchas gracias por todo
            Al fin pudo irse.
           
Caminó sin problema hasta su casa. Incluso, más rápido que de costumbre. Nunca le había gustado llamar la atención y tenía ganas de llegar.
            Al entrar por la puerta empezó a notar los efectos del golpe. Fue hacía su habitación, se quitó la ropa y se puso el pijama. El dolor iba aumentando.
       Este cuerpo ya no es tan duro como antes.
            Se tumbó en el sofá, colocó un cojín bajo su cabeza, se recogió la melena casi blanca que le molestaba en la cara y comenzó a preocuparse.

            Todas las mañanas, menos los domingos, las dedicaba a cuidar de sus nietos. Tengo que avisar a Susana, ¿podrá arreglárselas sola?
            Se puso más nerviosa al pensar en Matías y en Daniel... Nunca había entendido como podían llevarle tanta ropa sucia; lavarla, coserla, plancharla... No sabrán hacerlo solos.
            ¿Y mi niño? Sale corriendo antes de terminar el postre. Pero aquí, por lo menos, una comida caliente toma al día.
            Cogió el teléfono. Suspiró. Sentía que les estaba fallando a todos. Comenzó a marcar un número, pero colgó antes de terminar. A lo mejor mañana estoy bien, pensó. No puedo hacerles esto a mis hijos. Me necesitan.
            Se tomó una pastilla para el dolor. Preparó una infusión de valeriana, se la bebió a pequeños sorbos y se acostó.
           Casi no durmió. No sabia como ponerse. Se levantó varias veces. Bebió agua. Se echó Betadine en la rodilla. Tomó otra pastilla. Cada vez le dolía todo más. 
            ¿Y si mañana no soy capaz de nada?

            Cuando amaneció, comprendió que no podía hacer otra cosa y cogió el teléfono.
—Susana... mira... que hoy no puedo ir a cuidar a los niños.
—¿Por qué no?. Tenías que habérmelo dicho con más tiempo.
—Estaba esperando por si me ponía mejor. Perdóname, ayer me
caí. ¿Sabes?
—Llamaré a mis suegros, no te preocupes. Avísame cuando puedas venir y anda con más cuidado, que siempre vas tropezando por ahí.
— Gracias. Dale un beso a los niños.
Se quedó mirando el techo. La pobre lleva tantas cosas para adelante. Por ella seguro que habría venido a verme, y a estar un ratito conmigo.

Descolgó otra vez el teléfono.
—Matías. Soy yo...
—¿Quién?
—Pues, tu madre. ¿Estabas dormido?
—No. No, ¿qué pasa?
—No te preocupes pero ayer me caí. Casi no puedo moverme.
—Eso no es nada. Tu descansa y cuídate. Ya te hemos dicho que
nos da igual llevar la ropa a la tintorería.
—Gracias. Díselo a tu hermano.
—Vale. Si te duele llama al médico... Y a nosotros, claro.
—Sí. Os llamaré cuando podáis traer las cosas; creo.
Pulsó la tecla de colgar el teléfono.
No pensó y marcó otro número.
—Hola. Soy mamá.
—¿Qué pasa?
—Nada importante, estoy bien. Ayer me caí. No puedo ir a
comprar comida.
— Da igual, ya comeré por ahí. Llámame cuando estés bien
—De acuerdo.
—Me tengo que ir. Te llamo otro día... Dame un toque si quieres
algo.
—Gracias y no comas porquerías.

Soltó el auricular y cerró los ojos.
Mis hijos son maravillosos, pensó. No solo no me han reprochado
que me sintiera mal. Hasta me han dicho que les llame si necesito algo. De sobras sé yo que, si no vienen a verme, es porque no pueden. 

            Se levantó y apoyándose en la pared, a pasitos muy cortos, se dirigió al baño.
            Se desnudó. Descubrió los moratones que le estaban saliendo. Abrió el grifo del agua caliente, la mezcló con un poco de fría y se metió bajo la ducha.
            El agua le caía sobre la cabeza y, sin darse cuenta, sus lágrimas se unieron a ella, recorriendo todo su cuerpo.

            No fue consciente del tiempo que pasó así. Mezclada con el agua, el jabón y su llanto. Sí notó que, cuando volvió a la realidad y pudo cerrar el grifo, muchas cosas habían cambiado. 
El vaho había hecho invisibles las paredes  del cuarto de baño, pero la ayudó a mirar hacia ella por primera vez en treinta años. 
Tengo que ir a Londres, pensó. Me encanta la niebla.
            Respiró profundamente. Se secó. Se lió la toalla a la cabeza. Se dio unas friegas con alcohol,  lo mejor para los golpes; recordó. Se vistió. Abrió la puerta y salió al pasillo.

            Vio su casa más bonita que nunca. Hoy tenía tiempo para mirarla.
            El sol bañaba casi toda la terraza. Fue hacía ella. Paseó entre sus macetas; los geranios, sobre todo, estaban preciosos.
            Entró al salón. Se paró ante la estantería. ¡Cuantos libros por leer!
            Volvió al baño. Se secó el pelo. Hacía mucho que no saludaba a la mujer que  se reflejaba en el espejo. Se peinó y dijo en voz alta:
—La verdad es que eres una vieja muy guapa.
Fue hacia la cocina. Se preparó un café y se lo tomó con una magdalena. En unos días se me habrán pasado estos dolores, pensó.

Cogió una bolsa de la despensa y se fue a la terraza.
Quería mirar todos los colores de la ciudad, aspirar sus olores. Escuchar hasta los, normalmente insoportables, pitidos de los coches bajo su casa. 
Y, entonces...
Se sentó en la silla que miraba hacia el sol. Puso los pies sobre otra que colocó enfrente.
            Abrió la bolsa y, simplemente porque quiso... Empezó a comer pipas.