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martes, 2 de febrero de 2016

Tras los Reflejos De Una Botella De Vino




El timbre de mi casa suena solo un segundo, cómo si no quisiera molestar.
El corazón me palpita zarandeándome el pecho.
Las piernas me tiemblan tanto, que no estoy seguro de poder llegar hasta la entrada sin caerme.
Abro la puerta. Unos ojos brillando de picardía, se asoman tras los reflejos de una botella de vino.
Ella me coge la mano con seguridad. Entiende que no sé que hacer, y me sonríe. Sus labios se acercan a mi boca.
Nos besamos. Nuestras lenguas se rozan por un momento… Solo por un momento.
Mis nervios se van, y algún cosquilleo distinto y tranquilo me aparece.

Hay una mesa. Hay una rosa. Hay velas encendidas. Hay platos adornados con comida, y hay dos copas grandes y vacías que estamos a punto de llenar…
La música de jazz lo envuelve todo.

         Ella pasea entre las sillas, y parece que planchara hacendosamente el mantel. Juguetea con los bordados. Creo que es su señal para que vaya hacia ella.

Voy hacia ella…
La rodeo por detrás. Alcanzo el sacacorchos, y me pego a su espalda. Luego, me pego un poco más. Y luego más y más, con cada vuelta que da mi mano abriendo la botella…
Ella sirve una copa. Deja otra a la mitad.
Empieza a derramar gotas por su escote…
Chispas de color rojo oscuro se deslizan desde su cuello hasta perderse dentro de su vestido. Chispas que me atrapan. Chispas que no puedo dejar de mirar.
Me excita imaginar su recorrido. Me provoca pensar en seguirlas a donde vayan.
Otra vez voy hacia ella. Me gusta como juega a su antojo conmigo.

Brindamos por nosotros. No hay nadie más.
Me acaricia como si no pudiese aguantar la pasión. Me mira, como si su mirada fuese toda para mí.
Nuestras lenguas al fin se enredan. Al fin se enredan mucho. Recorren los rincones de nuestras bocas. Recorren todos los rincones…
Yo remojo mi calor en vino tinto. Ella remoja su trabajo.
Me gustaría que la cena tuviese que esperar. No porque acabara nuestro tiempo concertado, sino porque sus ganas la empujaran a asaltarme sin paciencia.

Ella ve la rosa. Yo veo que le gusta. La coge, y toca muy despacio mi cara con ella. Respira su aroma, cierra los ojos, y me besa en la mejilla. —Me parece que ese es un beso de verdad—.
Después, sigue besándome como antes…

Hacía mucho que no tenía una cita así. Una cita con una desconocida… Una cita donde todo es como si fuera diferente. —Quizás es que todo es, auténticamente, diferente—.
Cenamos. Acabamos el vino. Las velas se van consumiendo. Nos reímos. Parece contenta…
He tenido suerte…

Ropa de mujer empieza a esparcirse por mi suelo. Vuelve a encenderme con el simple contoneo de sus hombros.
Coge el bolso. Saca un montón de preservativos en paquetitos de colores, y me da a elegir. Recuerdo una escena casi igual en Pretty Woman, y pienso que ella se da un aire a Julia Roberts cuando se quita esa peluca rubia tan espectacular. También pienso que yo no me parezco en nada a Richard Gere…
Los elijo todos. Esparzo por la cama un puñado de sobrecitos multicolor. —Y luego ya veremos—… Ella sonríe.

Sábanas empapadas en sudor y deseos, empiezan a revolverse por mi habitación.
Saxos, pianos y baterías retumban por las paredes, aunque se oigan muy poco y muy a lo lejos.
Estallidos que tenía olvidados me redoblan por dentro.
Y, casi me estremezco…

Yo quiero estar aquí.
Yo quiero estar aquí.
Yo quiero estar aquí.


Cuando se va, me acuerdo de que no me ha preguntado mi nombre. Y —aunque sea una tontería— eso sí que lo echo de menos...



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