Cuando
era un niño quería ser tan alto cómo la luna. Con veinte años, conseguir dinero
para emborracharme de cerveza o de cualquier cosa. A los treinta tener una
Harley. Con cuarenta estar liado con una modelo, —pero mejor con una de esas que no
están tan delgadas—. Y ahora, lo que quiero de verdad es sentirme bien, sin importarme para nada ser un hombre corriente… Sin duda, que esto es mucho más difícil.
Siempre
he intentado mostrarme al mundo con claridad, pero últimamente, es como si le
hubiesen regalado una lente empañada a cada uno de los que me rodea, cómo si todos
me vieran desenfocado y borroso, y como si todos necesitaran de una manera
imperiosa —y por mi bien—, reprenderme para llevarme por el camino correcto.
A mí siempre me ha gustado que me dejen en paz, pero como estaba un poco harto de echar cosas de menos, se me ocurrió que a lo mejor había llegado el momento de cambiar algo.
Empecé
haciendo las cosas como creía que a todos les podía parecer mejor, pero siempre
acababa siendo muy torpe para dar con la forma de comportarme que cada uno
esperaba de mí… Mis padres me seguían regañando, mis hijos seguían regañándome,
mis amigos seguían regañándome, en el trabajo me seguían regañando… Y a pesar
de que —nadie sabe lo simple y fácil de entender que puedo llegar a ser— ahí
seguía yo, sin conseguir integrarme de ninguna de las maneras.
Cómo
no podía evitar las regañinas, pensé que lo que sí podía hacer era alejarme de
ellas, y se me ocurrió encerrarme en casa. —Si no me aceptan, que les den—. Esconderme
del mundo y dejar que el tiempo pasara y se las apañara por él mismo para arreglar
las cosas.
Me
pasé unos días bebiendo cerveza, comiendo bocadillos de atún y pizzas barbacoa,
y viendo la tele. Pero —como de vez en cuando salta alguna chispa que lo cambia
todo en un momento—, empezó una película de esas simplonas. Una película de
esas que ni tienen persecuciones de coches, ni mujeres bailando sobre barras
sucias de bares sucios, ni peleas sangrientas, ni nada… Una película de las que
a mí no me gustan pero que esta vez me enganchó.
De
repente veo frente a mí a un hombre normal, con los desastres habituales de la
vida de la gente normal, con todas las chicas pasando de él como nos pasa a los
tíos normales, con todos los personajes regañándole y sin que a nadie le
importe lo que él quiere. Pero cuando estoy más atento para copiarme de cómo se
las apañe el protagonista para salir de sus líos —porque estaba claro que era
una película de esas que siempre acaban bien—, de repente todo da la vuelta, y su vida se convierte en
magnífica sin más. En su empresa ocurre algo buenísimo mientras el hombre
corriente pasaba por allí, y todos descubren lo maravilloso que es en su
trabajo. La chica más guapa —que además es la más lista y la más simpática de
la peli—, se da cuenta en un segundo de lo atractivo que es y, con una mirada
de esas tan enormes que llenan las pantallas de los cines, se enamora absolutamente
de él y salen corriendo a echar el polvo de la vida de los dos. Porque, el
hombre paradito, tímido e incomprendido, es el mejor amante que nunca había
conocido aquel pivón de mujer…
¿Alguien
puede creerse esto? ¿Dónde está el que va a venir a chasquear sus dedos para que
todo cambie para mí? Di un salto desde el sofá, y me dio tanto coraje, que quité
la película sin el mando a distancia, por primera vez desde que tenía esta tele.
Rabioso
y despotricando de lo poco realistas que son estas historias peliculeras, me
puse a recoger las latas vacías, los platos, los apuntes, y cuando estaba guardando los libros, se me ocurrió la más brillante de las ideas… Dejarme de tanto leer
y tanto ver películas, y ponerme a escribir yo mismo mi propia historia.
La
emoción se me disparó. Las imágenes y las palabras empezaron a volar a mi
alrededor, y me di cuenta perfectamente de que esa era la solución que estaba
buscando… Hacerme escritor. Pero no un escritor malo, sino un buen escritor. Uno
de esos que enganchan, uno de esos que saben llegar al lector. Porque llegar al
lector, es llegar al mundo… Y porque llegar al mundo, es llegar a ser
comprendido. —¿Qué mejor manera podía encontrar de integrarme en una sociedad,
que crearla yo mismo a mí manera?—
Con
todas mis ganas, empecé a escribir. Por supuesto que lo primero que intenté, es
explicarme muy bien para que nadie pudiera decirme que no me entendía. El
protagonista de mi historia era un hombre normal. Un hombre con su trabajo
corriente, con su familia corriente, con sus amigos corrientes y con su vida
corriente. Una historia sencilla pero eficaz para que cualquiera pudiera
identificarse conmigo, para que cualquiera pudiera entenderme y para que a nadie
le dieran ganas de regañarme nunca más…
Iba
ensimismado con mi escritura, creando personajes y describiendo lugares… Pero,
cuando ya estaba imaginándome cómo iba a hacer las presentaciones de mi libro,
las anécdotas que contaría, la chaqueta que me iba mejor con los vaqueros
—porque yo quería ser un escritor bohemio y con estilo—… Así, de repente, empiezo
a imaginarme que todos los personajes de mi novela se me revelan, que se ponen
a hablar entre ellos, que se asoman apartando las letras que acabo de escribir
y que dan un salto desde la pantalla de mi ordenador hasta el suelo de mi
habitación… Que me rodean con los brazos cruzados bajo el pecho, que fruncen el
ceño, que menean la cabeza de un lado a otro con movimientos increíblemente
acompasados y, que antes de que yo pueda reaccionar… También ellos me regañan.
No sé si será porque —cuando algo no lo puedes conseguir, al final ya no lo quieres—, o porque en estos días por lo menos he aprendido a no regañarme yo… Pero el caso es que, aunque no haya logrado nada de lo que me propuse, si tengo lo que pensaba que era lo más difícil de conseguir… Sentirme bien, sin importarme si soy o no soy, un hombre corriente.
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