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miércoles, 20 de enero de 2016

Sin Pedirme Permiso


      

Todo era azul chispeante aquella mañana. El sol brillaba y regalaba su luz por mi mundo. El agua del arroyo me cantaba. Los pájaros bailaban conmigo…
Y yo no podía imaginarme un lugar mejor por donde soñar.


            Las paredes aparecieron de repente.
Mi silla surgió debajo de mí, y se volvió helada y dura.
Intente levantarme para acostarme otra vez en mi habitación, pero el pasillo estaba lleno de unos peldaños que solo sirven para subir.
Yo estaba demasiado cansada pero llegué a mi cama, porque eso era lo único que quería hacer. Mis sábanas no eran lo bastante grandes como para refugiarme entera, y mis mantas no podían arroparme como yo necesitaba en ese momento.
Me dormí con frío.

            Un campo abarrotado por una hierba tan verde como la hierba más verde del mundo, me acercaba a las montañas más altas. Yo iba por una vereda sin cuestas arriba, por un sendero sin piedras que no hacía otra cosa que llenar mis pasos de paz.
Me apeteció salirme de mi camino… Y lo hice… Y nadie me regañó por ello…

No podía moverme. Sentía el invierno a mi alrededor, y el radiador lo tenía demasiado guardado.
Un suspiro de los de —Basta ya de penas—, se me escapó sin control mientras dormía.
Respiré…

Una casita sin vallas asomaba entre los árboles. El humo de su chimenea se mezclaba con las nubes, y el calor de su interior llegaba balanceándose hasta mí.
Con la serenidad que da sentir que has encontrado tu sitio, me acerqué sin prisas.

Como si una brisa con olor a tomillo y a lavanda me embriagara desde dentro, se me llenó el cuerpo de imágenes en color y en blanco y negro. Recuerdos de amor y de nostalgia con tristezas, se me mezclaron. Mis canciones rockeras y mis boleros, salieron a bailar sin pedirme permiso. Y… entre sueños, empecé a acordarme de las sendas serenas que siempre tengo junto a mis peldaños de subida.

La puerta de la casita sin vallas estaba abierta y eso me pareció de lo más normal. Una mesa con un tarrito de cristal lleno de margaritas tapaba parte de la leña amontonada al fondo. La luz de las llamas lo iluminaba todo y la sombra de las flores se escondía por cada rincón del salón.

           Abrí los ojos. Me sorprendió no verme rodeada por las chispas de la lumbre que estaba sintiendo, pero la borrachera que traía —no sabía de dónde—, me ayudó a sonreír.
Desperté…  
Extendí los brazos. Salté de la cama. Y desperté más…
Me puse de puntillas. Levanté la cabeza. Y respiré otra vez.
Respiré mucho.
Decidí que ya había pasado suficiente frío, y se me ocurrió que ese era un buen momento para buscar mi estufa —estuviese donde estuviese—…
Recordé algo de lo que había soñado:

Me acerqué al fuego.
Me acurruqué sobre el sillón verde lleno de mantas enormes que había enfrente.
Dejé que la magia de la chimenea hiciera lo que quisiese conmigo…
Y, me dormí.

            De vez en cuando… Le permito a mis sueños, que se parezcan un poquito a mi realidad.
           
            


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