Mi
estimado caballero:
Hace ya
un tiempo que vengo pensando en escribirle, pero al no conocer a nadie que
supiese como ayudarme en esta misión, no la he podido realizar hasta ahora. Al
fin, la fortuna ha querido que un monje de esos que viajan por el mundo
repartiendo fe a unos y a otros, pasara junto a mí huerta mientras yo acarreaba
un haz de trigo que acababa de cosechar… Y aquí está, con su infinita sabiduría
y bondad —como él mismo me ha comentado—, escribiéndole a usted lo que yo le
diga.
Dicho
esto, paso a centrarme en la cuestión que tanto me inquieta.
Llevo unos meses recibiendo visitas, a cualquier hora del día o de la noche, de
pastores, labriegos, mercaderes, y algún que otro pobrecillo —que más parece
escapado del manicomio de Toledo, que hombre de bien—… Y todos ellos con la misma
cantinela:
—Señorita
Dulcinea, que su caballero andante D. Quijote de la Mancha se ha peleado con
unos cueros de vino, porque dice que usted es la más bella...
—Señorita
Dulcinea, que su caballero andante se ha enfrentado a unos molinos de viento,
porque dice que usted es más hermosa del lugar...
—Señorita
Dulcinea, que D. Quijote dice que le diga, que al fin le han nombrado caballero
andante, porque usted es la mujer más elegante por la que un hombre podría
suspirar...
Y así
un día, y así otro día, y así otro día más...
Y yo
entre tanto aquí puesta, con las labores que me dan de comer. Con mi arado y
con mis mulas. Con mi pelo enmarañado, mis sudores por la cara y mis kilos de
más... Con mis muchas ganas de acabar la jornada para poder descansar
tranquila, y mis pocas ganas de aguantar a cualquier desconocido que me venga
con monsergas.
Y
encima, Sr. Caballero andante, y para colmo de sin sentidos… Yo ni siquiera me
llamo Dulcinea.
Como
verá, esto no puede seguir así. Me he puesto a barajar posibilidades, y creo
que se me ha ocurrido una buena solución para los dos.
Pensando que su señoría
no me conoce a mí de nada, y por lo tanto tiene que darle igual una que otra,
he llegado a la conclusión de que a usted que más le daría buscarse una moza
diferente —más ociosa y más dispuesta—, para ser la señora de sus pensamientos
y la musa de sus hazañas. Y, como por lo que me cuentan, me parece que ni un
real, ni una oveja —y ni tan siquiera un mal revolcón—, se podrían esperar de esos
honores, está claro que no debo enredarme en tonterías de enamorado que no
llevan a ninguna parte.
De esta
manera tan sencilla, usted tendría una mujer en sus sueños, y yo volvería a mi
realidad.
Así
que, compréndame usted Sr. D. Quijote, que le escriba esta carta un poco
desesperada con la idea de acabar con estas idas y venidas de hombres por mis
tierras, que no hacen otra cosa que espantarme a algún pretendiente que por fin
me pudiera salir, que una ya va teniendo una edad, Sr, Caballero, y no puede
perder un tiempo que no volverá…
Siga
usted por esos caminos de esta tierra repartiendo bondades, saberes y
justicias, y a mí déjeme con la vida que me ha tocado vivir. Que hay que estar
muy preparado y creer mucho en ilusiones, para saber recibir los regalos que
nos vienen...
Con
afecto.
Aldonza
Lorenzo