Vacía Tus Maletas . . . Y Vámonos De Viaje

jueves, 29 de octubre de 2015

Y Le Ponemos La Mantequilla





Dormía en el sofá del salón. Sus curvas me transmitían una serenidad, que si no fuese una mujer me habría sido imposible percibir. Su pelo castaño le caía sobre la cara dejando que un mechón rozara sus labios. Esos labios que tantos cuerpos habían recorrido, que tantas bocas habían besado… Esos labios que tan minuciosamente me habían descrito tantos días de pasión —con esa clase de ardor—, que sólo una mujer que se sintiera fantásticamente bien follada, podía trasmitir.
Sus poros se abrían de par en par y su piel se erizaba de una manera totalmente perceptible cada vez que recordaba a sus amantes. Hablaba de cada uno como si fuera único. El único amor de su vida… El único amor de su vida por esa noche. Se revolucionaba su respiración mientras me contaba lo que sentía con el contacto de su boca, mientras me describía su cara, sus hombros, sus manos, su pecho, su cuerpo… Impetuosamente todo su cuerpo. Volvía a excitarse con solo recordar a esos hombres que habían sido su vida entera, durante unas horas.
Me acerqué a su lado y me sorprendió notarla cansada. Nunca había pensado que pudiera ser frágil alguna vez.
No se si notó mi presencia, o si fue una de esas casualidades de las que habla la gente, pero en ese momento se despertó.

—Buenos días.
—Hola. Ummmm. ¡Que sueño! ¿Hace mucho que estás despierta?
—Un ratillo. Voy a preparar café.
—Al final me quedé frita en el sofá.
—Yo también. Me parece que nos dormimos hablando.
—¡Que bien lo pasamos anoche! Y que sinvergüenzas que son los hombres… Y que guapos algunos… Y cómo nos reímos…
—Es verdad. Cada día me divierten más esos juegos de seducción. Pero si me parece que voy a aprender y todo... Y esas caritas que ponen —cuando nos miran como miran los hombres—… ¡Me encanta!
—Esas caritas y esos cuerpecitos. Que no veas algunos… ¡Ufff! Me pongo hasta nerviosa al acordarme.
—Hace un rato he estado pensando en lo espontaneo que te sale todo éste juego. En lo natural que haces que resulte ponerle morbo a cualquier tontería.
—Pues yo anoche te estuve observando un rato, mientras hablabas con ese chico rubio tan alto, y me di cuenta de lo tranquila y de lo bien que se te ve ahora. ¿Te acuerdas de cuando no podías ni hablar con nadie del género masculino? ¿Y de cuando empezaste a salir por las noches? ¿Y de ese pavo que te entraba siempre?
—¡Cómo se me va a olvidar! Sobre todo por lo que te reías tú a mí costa... Pero, si no sabía ni cómo ponerme cuando estaba cerca de la barra de un bar. No se me ocurría ninguna manera que me gustara para poner las manos, ni para colocar las piernas. Pero si en cuanto me miraba un chico, me daba la vuelta…
—Bueno, eso pasó y ya no te cortas por bobadas viejas. Ya no te preocupas de lo que pueda creer nadie. Simplemente haces lo que te sale hacer… Sin más historias.
—Mis peleas de siempre contra mi timidez. Tú lo sabes bien… Pero esas batallitas ya las voy ganando de vez en cuando. Ya mismo seré la mujer más espontanea del mundo… ¿Y sabes de lo que tengo ahora unas ganas enormemente espontaneas y arrebatadoras?
—No me digas que tenemos que llamar a algún amigo a estas horas tan tempranas…
—No. Tengo unas ganas enormemente espontaneas y arrebatadoras… De un café gigante.
—¡Ah, vale! Yo también. Pon la cafetera, que voy preparando las tostadas.
—Perfecto. Encendemos el fuego… Las calentamos... Y luego, les ponemos la mantequilla…






domingo, 4 de octubre de 2015

La Mala Memoria De La Vergüenza





La vergüenza tiene mala memoria, y por eso siempre volvemos.

Volvemos a cometer los mismos errores mil veces porque a la vergüenza de la torpeza se le olvida lo que aprende… Volvemos a permitir que nos hagan sufrir… Volvemos a hacer daño...

La poca vergüenza no solo tiene mala memoria, sino que tiene la peor memoria del mundo… Y volvemos a olvidar con una facilidad prodigiosa lo que nos da la gana.

Pero también tiene mala memoria otra clase de vergüenza. La vergüenza de la timidez. La vergüenza del sonrojo. La vergüenza del ¡Ay… Que vergüenza!
Así que, con esta vergüenza también volvemos… Volvemos a ruborizarnos como antes. Volvemos a ponernos nerviosos cuando nos habla alguien que nos gusta de esa manera distinta que todos conocemos. Volvemos a sentir cosquillas por el pecho. Volvemos a intentar disimularlas porque nos da vergüenza...

Y entonces —algunas veces y por un momento—, volvemos  a hacer tonterías de esas tan tontas que hacíamos con los chicos y con las chicas de veinte años… Y que luego hicimos con los de treinta… Y que hace poco hemos hecho con los de cuarenta…
Y, cómo ahora esas tonterías tan tontas nos siguen entrando con los de cincuenta, ya no debemos dudar, que esta clase de vergüenza también tiene mala memoria…
Con todo esto, podemos adivinar, que van a seguir pareciéndonos guapos esos chicos y chicas de sesenta, de setenta, de ochenta o de noventa que conocemos o que nos quedan por conocer. Y ahora sabemos que muchos de ellos nos resultarán muy atractivos. Así que ya está claro, que con alguno volveremos a hacer tonterías de esas tan tontas… Porque, por suerte, la vergüenza de las emociones... También tiene mala memoria.



martes, 22 de septiembre de 2015

Capítulo 2 De La Novela "Al Lado De Violeta"


           



      Mi abuela me enseñó a hacer croquetas, el significado de la palabra cómplice y lo genial que es recrearse en todo lo que nos gusta. Mi abuelo intentó que aprendiera a acabar lo que empezara —lástima que se muriera antes de conseguirlo—. Pero cada vez que me cogía de la mano, yo entendía lo que es sentirse protegida.
Mi padre quería que yo fuera la mejor. Cuando comprendí lo subjetivo que es este concepto, y que iba a seguir siendo su hija aunque yo fuera un desastre, todo fue menos duro. También me demostró más de mil veces que es posible emocionarse con el mismo culo durante muchos años… Si no fuera por él, hoy juraría que eso no es verdad.
Mirando a mi madre me di cuenta de lo natural que debería ser abrazar a las personas que quieres, y de lo difícil que resulta intentar que todos estén bien a nuestro alrededor. Con ella conocí a Gardel, supe lo bonitos que son los boleros y lo mucho que me habría gustado saber cantar cualquier cosa.
Junto a mis amigas me dejé conquistar, primero por el balón bolea y por el “Sota, caballo y rey”; y luego por Génesis, Serrat y Debussy. Experimenté la unión que trasmite hablar, reírse o compadecerse al lado de alguien durante horas, y la pasión que acompaña a romper las primeras reglas.
Así, en medio de todo esto, cumplí dieciséis años. Y entonces… Miguel García Moliner me enseñó a fumar, a montar en moto, a que no había nada malo en desabrocharse un botón más de la camisa y lo que se siente cuando te abraza un hombre enamorado. No necesité tener experiencia, para darme cuenta ya entonces, de lo increíblemente maravilloso y difícil que es eso. 
Por esa edad Lidia, Anouk y yo estábamos siempre juntas. Cada una teníamos otras amigas, pero nunca nos mezclábamos para salir. Teníamos muy claro, que nuestra relación se convertía en muy especial, cuando estábamos juntas las tres solas.
Nos resultaba tan normal hablar sin parar, como estar en silencio toda una tarde escuchando veinte veces la misma canción. Unos días andábamos cuarenta minutos para comprarnos un bocadillo de pinchitos en el parque, y luego sentarnos a comérnoslo en cualquier escalón de una calle tranquila. Y otros nos quedábamos encerradas en la habitación de la casa de Lidia o en la mía, con un té o con unas Coca Colas en el suelo. Fue uno de estos días, cuando se nos ocurrió merendar palmeras de chocolate.
Lidia venía muchas veces con su hermano Alejandro. Por supuesto que a Anouk y a mí nos habría encantado que fuese más mayor, pero Ale entonces era sólo un niño de once años que siempre estaba leyendo tebeos de Conan —ahora creo que lo haría sobre todo para salvarse de lo aburridas que debíamos resultarle—. Él estaba con nosotras, la primera tarde que decidimos entrar en aquella confitería.
Varias personas aguardaban su turno, y una señora con unos enormes pechos les atendía por detrás del mostrador. Mientras esperábamos, giré la vista hacia el pasillo que estaba a mi lado. Y allí, en la habitación del fondo… entre bandejas llenas de ensaimadas, cruasanes, y bollitos de leche… con una camiseta que dejaba sus hombros al descubierto… acariciando una enorme masa de harina, azúcar y agua… empapado en sudor y envuelto en olor a pan caliente… No dejaba de mirarnos, Miguel García Moliner.
Las palmeras de chocolate despertaron en mí un deseo que, desde luego, nada tenía que ver con su sabor. Ni siquiera ahora pueden dejar de trasmitirme sensaciones nostálgicas e increíblemente morbosas, a partes iguales.
No hace falta decir, que los bocadillos de pinchitos que nos preparaba aquel hombre gordo y cincuentón en el parque, no podían competir con el placer que nos proporcionaba meternos en la boca aquellos dulces recién hechos, cubiertas por la mirada de Miguel. Así que la frecuencia de las visitas al parque bajó a toda velocidad, y casi todas nuestras meriendas se convirtieron en tardes de pasteles.
Uno de estos días, mientras esperábamos que nos despachara la señora de enormes pechos, él se acercó:
Salgo en diez minutos
Y todo empezó a temblar a nuestro alrededor.
A las siete y cinco, con una camiseta azul marino y un pantalón de pinzas casi blanco, con unas gafas de sol en una mano y un llavero enorme en la otra, Miguel García Moliner vino hacia nosotras. Nos presentamos, le dimos dos besos cada una, hablamos de matemáticas y de pasteles, nos pusimos nerviosas, luego nos pusimos más nerviosas y, cuando ya era imposible que nos pusiéramos aún más nerviosas, quedamos para el día siguiente en la puerta de la Facultad de Derecho —según él, el lugar perfecto para refugiarse de casi todo—.
Sacó las llaves que se había guardado en el bolsillo, y nos dirigimos hacia una Cota 49 roja y brillante aparcada cerca de nosotros. Se agachó para quitarle el candado; sus pantalones, su espalda y sus brazos se convirtieron en el centro del mundo... Y yo borré para siempre cualquier duda que pudiera tener, sobre si me gustarían los hombres o no.
Se montó en su moto, desapareció por la primera curva a la derecha, y Lidia, Anouk y yo, nos quedamos un rato flotando en la acera.
Miguel García Moliner fue el primer hombre que compartimos Lidia y yo. La relación con Gabino sería mucho más física y mucho menos importante… Pero eso ocurrió diez años después.
Casi todos los días al atardecer, saltábamos la valla de la Facultad de Derecho, rodeábamos la estatua de la Virgen que había en el jardín y nos sentábamos en el alfeizar de la que se convirtió en nuestra ventana.
Estoy convencida de que empecé a fumar para tener algo en común con Miguel.
Anouk era la encargada de esconder nuestro paquete de Sombra, cada anochecer en un árbol distinto, pero ella nunca fumaba. Al llegar a nuestra ventana, buscaba el tabaco y, sólo entonces, empezábamos a hablar.
Para Lidia y para mí, fumar era todo un ritual. Ninguna de las dos podíamos decir nada o caminar con un cigarro en la mano, pero Miguel sí podía.
Él nos contaba sus viajes con su hermano, nos hablaba de motos y de coches, del trabajo en la pastelería y de sus chapuzas para ganar más dinero, de las novias que había tenido y de los amigos con los que se montaba sus fiestas. Nosotras sólo sabíamos hablar de nuestros padres, del colegio, y de alguna historia de escritores, de descubridores o de inventores que estudiábamos en clase y que nos hacía gracia. Claramente, nada lo bastante emocionante cómo para competir con las aventuras que nos contaba MIguel.
 Entonces, todavía no entendía porque él pasaba tanto tiempo con nosotras.
El diecisiete de Mayo de mil novecientos ochenta y uno se produjo un eclipse total de luna. Entonces, únicamente lo disfruté, pero la verdad es que cada vez que ha habido un cambio en mi vida, ocurría junto a algo llamativo de mi alrededor. Tengo un amigo que dice que estamos rodeados de señales que nos avisan de algo o que nos resuelven las dudas sobre el camino a seguir en un momento determinado, y que solo tenemos que abrir los ojos para verlas. Yo no creo que sea así. Pero si hay instantes en que, como un resorte, algo salta y todo se mueve. Y que, inesperadamente, cosas importantes dejan de ser como han sido hasta entonces desde ese minuto y para siempre.
La tarde de la noche del eclipse, llegué a la verja de nuestro escondite la primera y Anouk apareció enseguida. Saltamos la valla y fuimos a sentarnos al alfeizar de nuestra ventana. No tenía ningún sentido para mí fumar sola, así que mi amiga no fue a buscar el paquete de Sombra hasta que vino Miguel. Llevábamos cerca de media hora charlando y riéndonos mucho, cuando Lidia apareció y nos dejó sin palabras a los tres. El precioso vestido rojo que llevaba, su trenza negra y su cara morena brillando de ilusión, le daban un aspecto más luminoso y feliz que nunca.
Recuerdo que hablamos de lo que queríamos estudiar cada una. Lidia miró a su alrededor, luego a nuestro amigo, y dijo que ella quería hacer Derecho… Que yo supiera, nunca lo había pensado antes, y me pareció que lo que ella deseaba de verdad en ese momento era quedarse allí, con nosotros, para siempre.
Yo no tenía ni idea de lo que iba a estudiar, sólo sabía que me encantaba hacer redacciones y bailar ballet y cualquier música, y que todo el mundo debería probar lo que se siente al escribir y al moverse donde nos lleven los sonidos bonitos. Así que dije que estaría bien montar una escuela donde se pudiera aprender a hacer las cosas que no se estudian en las carreras normales, las cosas que no sirven para nada práctico, las que solo se hacen por puro placer.
Miguel no decía nada, así que le preguntamos directamente. Dio una calada grande a su cigarro, pero esta vez sin el punto ese de chulería que él siempre tenía cuando hablaba y fumaba mezclando el humo con sus palabras...
—A mí lo que me gustaría sería poder elegir, poder pensar en elegir… A mí lo que me gustaría es poder hacer lo que estáis haciendo vosotras
Nos quedamos en silencio unos minutos. Acabábamos de descubrir uno de los motivos por las que Miguel pasaba tanto tiempo con nosotras… Al final de la noche, él me mostró la segunda razón.
Mi ídolo bajaba de su pedestal para ponerse a nuestro lado. Y entonces, no sé si por por unas horas o para siempre, nos hicimos amigos de verdad.
Lidia se había mostrado nerviosa, coqueta y radiante durante toda esa tarde. Pero cuando Anouk y yo volvimos del servicio de señoras, cómo llamábamos al sauce que había al fondo del jardín, nuestra amiga ya no desprendía luz. Todo se puso un poquito más oscuro y, aunque yo entonces no sabía por qué, decidimos irnos a casa temprano.
Pasaron años hasta que Lidia me contó lo que había ocurrido entre Miguel y ella en el rato que estuvieron solos, pero en aquel momento ni siquiera me lo imaginé. Yo también tarde mucho en contarle lo que viví aquella noche, y lo hice como si no hubiese sido tan importante.
Llevaba unos metros andando sola, cuando Miguel apareció derrapando en su Cota 49.
—Hola Violeta, ¿te llevo?
—Mejor, no. Si te ven mis padres, me muero
—Pues, vamos a dar una vuelta. Yo nunca he visto un eclipse de luna
—Es que tengo  que estar a las nueve y media en casa
—Pero si son sólo las ocho y cuarto…
 Me subí a la moto apoyándome en el sillín, mientras él me cogía por la cintura apretándome contra su espalda. Arrancó y el viento, su pelo y su olor, comenzaron a acariciar mi cara de una manera intensamente suave.
 Tenía mi cara sobre su hombro para poder oírle mejor lo que me iba contando. Pero, de repente se calló, e inclinó su cabeza hacia mí. Su barba de dos días rozaba mi mejilla, pero estoy segura de que eso no fue lo que provocó que me pusiera tan colorada.
Aflojó la velocidad cuando entramos en el Paseo de la Farola, quitó una mano del manillar y la puso sobre mi rodilla, la deslizó hasta mis caderas haciéndome sentir toda mi piel, y a mí solamente se me ocurrió separarme. Volvió a agarrar el acelerador y embistió hacia delante con un ímpetu que me asustó un poco. Mis brazos le rodearon instintivamente para sujetarme y, cuando sentí su pecho bajo mis manos, se me olvidó que podía sentir miedo.
Seguimos hacia el morro del puerto, según él, allí veríamos bien el eclipse. Justo antes de llegar, cuando las luces se habían quedado atrás y mezclado con el viento en mi cara, el olor a él, su pelo revuelto, sus manos acariciando mi pierna, y mi pecho apoyado en su espalda… Pronunció muy despacio y con una voz grave que me hizo temblar, una palabra que hasta entonces nunca me había gustado demasiado: Violeta.
Al llegar al final, dejamos la moto y nos sentamos en una de las piedras que asomaban sobre el mar. Pasó su brazo por mi hombro y yo crucé  los míos sobre mi cintura con una vergüenza que ahora me da coraje. La luna desaparecía frente a nosotros, pero yo sólo podía sentir las manos de Miguel enredadas entre mi pelo. Nunca había pensado que algo así me podría ocurrir a mí y nunca que además pudiera sentirme tan especial como en ese momento él me estaba haciendo sentir.
Miguel García Moliner cogió mi barbilla y unió sus labios a los míos con la dulzura y el calor de todos los pasteles que habían pasado por sus manos. Mi piel ardía así por primera vez en mi vida y, me puse tan nerviosa, que lo único que se me ocurrió fue dar un salto y levantarme.
Miguel se puso de pie frente a mí, me abrazó, apartó el pelo de mi cara suavemente, y mirando de una manera que yo no sabía que se podía mirar, me dijo: No es posible estar más enamorado.
Sus labios volvieron a acercarse. Besó mi frente, mis mejillas, mis orejas, mi cuello y mi boca. Nuestras lenguas empezaron a jugar, despacio primero y deprisa después… Con dulzura primero y con pasión después… Sus brazos me apretaban como si mi cuerpo le estorbara para llegar a mí y nosotros nos mezclamos, no sé de qué manera, pero si sé que para siempre. Otra vez, se me olvidó sentir miedo.
Eran casi las diez cuando llegué a casa. Mi padre me regañó. Cené y me metía a soñar en mi cama.
Cuando desperté, la luz del sol lo estropeó todo. Mis miedos volvieron a aparecer y muchas otras cosas desaparecieron.
Lidia faltaba a nuestras reuniones en los jardines de la Facultad de Derecho, cada vez más frecuentemente.
A Anouk ya no le divertía escondernos el tabaco y aparecía y desaparecía sin motivo, hasta que al final, sencillamente, dejó de ser la Anouk que siempre habíamos visto.
Yo solamente intentaba no pensar... No permitía que me diera tiempo a otra cosa.
Y cada una por una razón que ni siquiera habíamos hablado entre nosotras, echamos a Miguel de nuestras vidas.
Nuestra ventana, dejó de ser nuestra ventana. Nuestro jardín, ya no fue más nuestro jardín. Nuestras conversaciones se murieron lentamente y todo lo que había sido un mundo perfecto durante meses, desapareció de repente.
Miguel empezó a salir con otra pandilla, a pasearse por mi calle en su moto, con sus novias, con sus botellas de ron y con todo lo que se pudiera fumar.
Las vidas de cada uno siguieron por sus caminos. Unos caminos que nunca han dejado de cruzarse. Y, no sé los demás, pero yo no recuerdo ninguna época de mi vida en que no me haya preguntado en algún momento: ¿qué habría pasado si, al día siguiente del eclipse, se me hubiese olvidado sentir miedo otra vez?

 



lunes, 10 de agosto de 2015

Algunas Veces . . . Por Muchos Instantes




El mundo, algunas veces nos sonríe. Nos sonríe... Y es como si todo lo que tenemos cerca nos achuchara con mucho mimo.
Algunas veces, el mundo nos envuelve en una mantita de esas tan suaves, y nos llenamos de ese calor reconfortante que nos da tanta seguridad.
Algunas veces el mundo nos pone música de baile. Música de la que a nosotros nos gusta bailar. Música de la que apaga —justo a tiempo—, todos los sonidos estridentes de nuestro alrededor.
El mundo, algunas veces, nos hace un guiño de complicidad. Nos mira chispeante y seductor, y sabemos sin ninguna duda, que nada puede salir mal.
Algunas veces, el mundo nos besa desde la cabeza hasta los pies. Nos besa con pasión. Nos besa con pasión y con muchas ganas, y por todos nuestros rincones… Nos besa y nos acaricia. Nos besa, nos acaricia y encuentra la manera de empaparnos de miles de sensaciones sin ningún pudor.

El mundo, casi todas las veces, nos sopla confeti de colores. Casi todas las veces de colores… También cuando solo nos llegan los pedazos de  papel con tintes grises y oscuros. Pero el mundo, casi todas las veces, sopla confeti de colores... Y, algunas veces —incluso cuando a nosotros ya nos da igual—, esa lluvia de tonos brillantes se las arregla para empaparnos. Se las arregla para calarnos la piel de entusiasmo, hasta cuando ya nos hemos colocado uno de esos chubasqueros con doble forro tan impermeables a la ilusión.

Y algunas veces —por muchos instantes—, el mundo nos regala alegría sin ningún tique de devolución. Y algunas veces —por muchos instantes—, somos felices.



domingo, 19 de julio de 2015

El Otro Lado De La Vida




              
        La puerta se abre.
        La silla se pone mirando a la ventana.
        Se enciende la radio, y canta Gardel.
        Llueve confeti en mi habitación…
        Y ella aparece, entre las flores de la buganvilla de la terraza.

        Cuando murió mi abuelo venía a verme como todos los demás… A través de la pared, envuelto en una nube y cuando me estaba quedando dormido… En fin, que se me aparecía como deben aparecerse las personas normales.
        Pero ella no puede hacer las cosas como todo el mundo, así que se me presenta como le da la gana. Nunca ha sido una mujer corriente... Sería un poco raro que cambiara ahora.

        Echo de menos las tardes con mi abuelo. Se sentaba a mi lado y no paraba de contarme historias de cuando estaba vivo...
Lo que le enamoró de mi abuela, su trabajo y sus chapuzas, las cervecitas con los amigos... —Cosas de hombres—, como él decía.
        Yo me tomaba un café y le escuchaba.
Prefería no comer rosquillas, ni galletas de chocolate... ¡le gustaban tanto!
        Se ponía triste y rabioso cuando recordaba algo de lo que ya no podía hacer…

        Pero, esta mujer… Siempre ha sabido como llamar mi atención. Siempre ha sabido seducirme con sus sorpresas diferentes…

Viene un rato, y deja la casa hecha una porquería. —Cómo ya no tiene que limpiarla—.
        Pero esta mujer, es mi mujer... La mujer que nunca dejará de fascinarme.

Estoy tan cansado de estar solo.
Me siento. Hago un crucigrama. Hablo por teléfono con mis hijos. Veo las fotos que me mandan mis nietos al móvil…
Me tumbo. Pongo la tele. Cierro los ojos. Paso demasiadas horas en el sofá...
¡La echo tanto de menos!

La puerta... La silla... Carlos Gardel... Confeti…
¡Ya está aquí mi niña!
—¡Que alegría! Pero, ¿y esa cara? A ti te pasa algo…
—Yo conozco esa mirada. No digas que nada… Sabes que nunca has podido mentirme
—Vale, como quieras. Pero, que sepas que no me engañas… ¿Sabes? Ayer te llevé margaritas
        —
—Pues claro que las cogí del campo… ¡Cómo si no te conociera!
—Que sí… Que ya sé que estoy más gordo. Últimamente no ando mucho
—No son excusas. A ti te es muy fácil seguir tan guapa
como siempre.
—Pero si sabes de sobra que nunca he podido enfadarme
contigo. Lo único que quiero es que nunca dejes de estar cerca de mí...
        —
—Es que no puedo evitar ponerme triste, mi niña… Extraño acariciarte, extraño besarte... Extraño todo contigo
—Vale. Pero no sigas mirándome así…
—Anda calla, que si no fuera por lo que es... Pero, si es que eres la mujer más guapa y más sexi del mundo
—Ya sé que no he cambiado
—Y yo a ti, mi amor... Sigue hinchándoseme el pecho, cada
vez que te veo
—¿Qué haces? Es la primera vez que me das la mano desde aquél día…
—No estés triste... Pero, si hace siete años que no me sentía tan vivo
—Sabía yo, que a ti te pasaba algo hoy…
—Claro que sí. ¡Vamos, mi niña!
—Este es, sin duda... Uno de los mejores momentos de mi vida.







miércoles, 8 de julio de 2015

Azul





 Agua azul, cielo azul, espuma azul, olas azules…
 Cubierta del barco para arriba, cubierta del barco para abajo…       
 Ron para comer, ron para cenar…         
Un parche que nunca sé bien en que ojo colocarme…   
          Y este estúpido loro horroroso, todo el día colgado                   de mi hombro…       
 ¡Quien me mandaría a mí meterme a pirata!       
 A veces, echo de menos mi casa rodeada de coches escandalosos, mi aburrido trabajo en aquella oficina sin vistas a ninguna parte, mis noches de tragarme cualquier cosa que pusieran por la tele…        
A veces, echo de menos poder ir de sensiblero y de pacifista sin disimular… y todo, lo que entonces significaba para mí, la odiosa monotonía.

Es curioso, cómo la vida nos va transformando el significado de las cosas sin darnos cuenta.

La mañana de aquél domingo en que decidí cambiarlo 
   todo, me pilló en la playa. Si hubiese estado paseando 
entre árboles, seguramente ahora sería uno de esos 
asaltantes de caminos —estilo Curro Jiménez—, con mi 
caballo y mis botas  camperas... Pero yo estaba mirando el 
mar, y lo único que quería era meterme emociones como 
fuera.
       
Algunas veces el azar nos sorprende —como si existiera de verdad— y otras, necesitamos zarandearnos muy fuerte para ver lo que se cae a nuestro suelo y lo que se nos queda agarrado de nuestras ramas.        
 A mí, en aquél momento, me pasaron las dos cosas. Primero… Que me di yo solo el meneo más grande del mundo —sin haberlo preparado ni nada—, y me pareció más fácil pegarle una gran voltereta a todo lo que era mi realidad, que cualquiera de los otros pequeños movimientos que se me ocurrían. Y segundo… Que la casualidad —como si existiera de verdad—, me trajo hasta el mar.

 


       Pero ahora… aquí estoy, otra vez.  Con mi nueva monotonía. Con mi nueva vida repetida de todos los días.Aquí estoy otra vez... Con este aburrimiento, igual de aburrido que el de mis días más aburridos de otros tiempos.           
Ya casi no recuerdo, cuando me encantaba el color azul. Cuando amanecer mirando el horizonte aún era capaz de emocionarme. Cuando escuchar las olas, todavía me daba paz…        
Ya casi no recuerdo, cuando el mar y los amaneceres alucinantes eran mi novedad. Cuando este universo de agua, siempre estaba lleno de descubrimientos…. Ya casi no lo recuerdo.
         
 Voy a tener que aprender a reconocer, que lo que nos apasiona en la vida, puede dejar de apasionarnos de repente… Que lo que nos hace vibrar de verdad, no es siempre lo mismo…           
Me parece… que estos pensamientos me suenan, que estas sensaciones me suenan. Me parece… que este oleaje tiene toda la pinta de que me va a revolcar otra vez…            
Voy a subirme al mástil a ver si veo por ahí algo que no sea azul.          
Aunque, cualquier lugar seco, tampoco estaría nada mal para empezar.     
 Vale. Un lugar seco y que no sea azul… No parece complicado…          
Pero un lugar seco y que no sea azul, donde admitan amigos… Porque, este estúpido loro horroroso, se viene conmigo. 





jueves, 25 de junio de 2015

Una Ventana De Esas . . .



           Mis miedos y yo siempre buscábamos excusas para todo. Tus miedos y tú siempre encontrabais algún obstáculo que no queríais saltar… 
                 Siempre… Pero aquella tarde yo miraba por una ventana —de               esas que de vez en cuando nos dejamos abiertas—, y a ti se te olvidó           buscar alguna excusa cuando se te ocurrió acercarte a mí.        

       Te arrimaste por detrás sin pedir permiso y sin dudas…        
                Yo, no salí corriendo. 
 Tus manos comenzaron a acariciarme el pelo y a revolverse con él, como si lo hubieran hecho cada día.
 Tus dedos parecían escaparse furtivamente, para dibujar mis orejas casi sin rozarlas… Parecías escaparte, para retozar por mi cuello muy despacio. Para jugar con mis rizos como te daba la gana… 

         Tu pecho se aplastó contra mi espalda…
         Mil sensaciones despertaron sin avisarme…

          Tu cabeza se acercó a mi hombro.         
                        Yo volví mis labios hacia ti y tú dejaste que los tuyos se lanzaran          para besarlos sin ningún control…        
                 Nuestras lenguas comenzaron a enredarse. Nosotros,                          comenzamos a enredarnos.         
                  Nuestros brazos nos espachurraban por todas partes con todas          sus ganas.          
                 Nuestras respiraciones se nos desbocaban por el pecho…

          El suelo dejó de estar duro.
               La ropa dejó de estorbar... 
  El mundo desapareció.
  El mundo desapareció…

          Cuando nos miramos a los ojos, ya nos daba igual de qué color eran…         
                Cuando cogiste mi mano, no hizo falta nada más…

           De repente, ya no importaban los temores que había más allá de nosotros.                 
         De repente, ya no importaba, si ese era un buen momento.           De repente, las excusas y los obstáculos que llevábamos tanto tiempo inventándonos cada día… se habían ido.
     Y así, sin haberlo planeado, y de repente, estábamos juntos.          
                      Y así, sin haberlo planeado, y de repente… Tú estás aquí…






martes, 2 de junio de 2015

Un Poco Harto De Echar Cosas De Menos





Cuando era un niño quería ser tan alto cómo la luna. Con veinte años, conseguir dinero para emborracharme de cerveza o de cualquier cosa. A los treinta tener una Harley. Con cuarenta estar liado con una modelo, —pero mejor con una de esas que no están tan delgadas—. Y ahora, lo que quiero de verdad es sentirme bien, sin importarme para nada ser un hombre corriente… Sin duda, que esto es mucho más difícil.

Siempre he intentado mostrarme al mundo con claridad, pero últimamente, es como si le hubiesen regalado una lente empañada a cada uno de los que me rodea, cómo si todos me vieran desenfocado y borroso, y como si todos necesitaran de una manera imperiosa —y por mi bien—, reprenderme para llevarme por el camino correcto.

           A mí siempre me ha gustado que me dejen en paz, pero como estaba un poco harto de echar cosas de menos, se me ocurrió que a lo mejor había llegado el momento de cambiar algo.


         Lo primero que pensé para que nadie se enfadara conmigo, fue conseguir que me aceptaran. Hacer por integrarme en el mundo tampoco me iba a costar tanto…

Empecé haciendo las cosas como creía que a todos les podía parecer mejor, pero siempre acababa siendo muy torpe para dar con la forma de comportarme que cada uno esperaba de mí… Mis padres me seguían regañando, mis hijos seguían regañándome, mis amigos seguían regañándome, en el trabajo me seguían regañando… Y a pesar de que —nadie sabe lo simple y fácil de entender que puedo llegar a ser— ahí seguía yo, sin conseguir integrarme de ninguna de las maneras.

Cómo no podía evitar las regañinas, pensé que lo que sí podía hacer era alejarme de ellas, y se me ocurrió encerrarme en casa. —Si no me aceptan, que les den—. Esconderme del mundo y dejar que el tiempo pasara y se las apañara por él mismo para arreglar las cosas.

Después de unos días trabajando desde el ordenador de mi habitación, y comunicándome con el universo por whatsapp, me propuse dar un paso más, tanto en mi evolución personal como en mi conocimiento del mundo. Busqué en internet soluciones y encontré una página de libros de autoayuda, —mariconadas, la verdad—, pero todo hay que probarlo…  Me fui a la sección especial para hombres —que tampoco hay que pasarse—, y encargue los que me parecieron menos malos. Los leí muy despacio y muy atento. Subrayé lo que más me recordaba a mis propios problemas. Hice esquemas, y hasta un cuadro sinóptico de tantos colores que parecía que lo había hecho una mujer. Apunté cada una de las recetas que leía para mejorar la vida y la autoestima… Pero cuando me estaba terminando el último libro, llevaba emborronado medio paquete de folios y los consejos y la armonía me inundaban, me di cuenta de que esos autores a los que ni siquiera conocía, también se metían en mi vida, también me regañaban y también querían llevarme —y también por mi bien—, por el camino correcto…

Me pasé unos días bebiendo cerveza, comiendo bocadillos de atún y pizzas barbacoa, y viendo la tele. Pero —como de vez en cuando salta alguna chispa que lo cambia todo en un momento—, empezó una película de esas simplonas. Una película de esas que ni tienen persecuciones de coches, ni mujeres bailando sobre barras sucias de bares sucios, ni peleas sangrientas, ni nada… Una película de las que a mí no me gustan pero que esta vez me enganchó.

De repente veo frente a mí a un hombre normal, con los desastres habituales de la vida de la gente normal, con todas las chicas pasando de él como nos pasa a los tíos normales, con todos los personajes regañándole y sin que a nadie le importe lo que él quiere. Pero cuando estoy más atento para copiarme de cómo se las apañe el protagonista para salir de sus líos —porque estaba claro que era una película de esas que siempre acaban bien—, de repente  todo da la vuelta, y su vida se convierte en magnífica sin más. En su empresa ocurre algo buenísimo mientras el hombre corriente pasaba por allí, y todos descubren lo maravilloso que es en su trabajo. La chica más guapa —que además es la más lista y la más simpática de la peli—, se da cuenta en un segundo de lo atractivo que es y, con una mirada de esas tan enormes que llenan las pantallas de los cines, se enamora absolutamente de él y salen corriendo a echar el polvo de la vida de los dos. Porque, el hombre paradito, tímido e incomprendido, es el mejor amante que nunca había conocido aquel pivón de mujer…

¿Alguien puede creerse esto? ¿Dónde está el que va a venir a chasquear sus dedos para que todo cambie para mí? Di un salto desde el sofá, y me dio tanto coraje, que quité la película sin el mando a distancia, por primera vez desde que tenía esta tele.

Rabioso y despotricando de lo poco realistas que son estas historias peliculeras, me puse a recoger las latas vacías, los platos, los apuntes, y cuando estaba guardando los libros, se me ocurrió la más brillante de las ideas… Dejarme de tanto leer y tanto ver películas, y ponerme a escribir yo mismo mi propia historia.

La emoción se me disparó. Las imágenes y las palabras empezaron a volar a mi alrededor, y me di cuenta perfectamente de que esa era la solución que estaba buscando… Hacerme escritor. Pero no un escritor malo, sino un buen escritor. Uno de esos que enganchan, uno de esos que saben llegar al lector. Porque llegar al lector, es llegar al mundo… Y porque llegar al mundo, es llegar a ser comprendido. —¿Qué mejor manera podía encontrar de integrarme en una sociedad, que crearla yo mismo a mí manera?—

Con todas mis ganas, empecé a escribir. Por supuesto que lo primero que intenté, es explicarme muy bien para que nadie pudiera decirme que no me entendía. El protagonista de mi historia era un hombre normal. Un hombre con su trabajo corriente, con su familia corriente, con sus amigos corrientes y con su vida corriente. Una historia sencilla pero eficaz para que cualquiera pudiera identificarse conmigo, para que cualquiera pudiera entenderme y para que a nadie le dieran ganas de regañarme nunca más…

Iba ensimismado con mi escritura, creando personajes y describiendo lugares… Pero, cuando ya estaba imaginándome cómo iba a hacer las presentaciones de mi libro, las anécdotas que contaría, la chaqueta que me iba mejor con los vaqueros —porque yo quería ser un escritor bohemio y con estilo—… Así, de repente, empiezo a imaginarme que todos los personajes de mi novela se me revelan, que se ponen a hablar entre ellos, que se asoman apartando las letras que acabo de escribir y que dan un salto desde la pantalla de mi ordenador hasta el suelo de mi habitación… Que me rodean con los brazos cruzados bajo el pecho, que fruncen el ceño, que menean la cabeza de un lado a otro con movimientos increíblemente acompasados y, que antes de que yo pueda reaccionar… También ellos me regañan.


           Como, una cosa es darle muchas vueltas a la cabeza, y otra tenerla ya perdida del todo… En ese momento me di cuenta de que había llegado la hora de olvidarme de si los demás me ven desenfocado o con claridad, de si me regañan por mi bien o por el de ellos, de libros y de películas que no me gustan, de querer escribir un mundo intentando que sea el mío y de obsesionarme con entender y con que me entiendan.

          No sé si será porque —cuando algo no lo puedes conseguir, al final ya no lo quieres—, o porque en estos días por lo menos he aprendido a no regañarme yo… Pero el caso es que, aunque no haya logrado nada de lo que me propuse, si tengo lo que pensaba que era lo más difícil de conseguir… Sentirme bien, sin importarme si soy o no soy, un hombre corriente.