Caminábamos uno al lado del otro aunque nadie hubiese pensado que estábamos juntos, ni siquiera nosotros.
Hacía demasiado tiempo que nunca encontrábamos el momento para los besos y para los abrazos. Ni cuando la luna se nos ponía delante brillando grande y preciosa, ni cuando el frío usaba todo su poder para juntarnos. Esto estaba tan claro, que hasta tu y yo lo sabíamos.
Habíamos hablado tanto sobre lo mismo, que no necesitábamos hacerlo más. Al llegar a casa cada uno a su habitación. Ya sin comentarios, ya sin reproches, ya sin intentos... Así de fácil.
Abriste el portal y pasé sin mirarte. Comencé a subir las escaleras y, sin ninguna razón consciente para mí, recordé el tiempo en que tus manos no podían dejar de acercarse a mis piernas. Cuando no podían dejar de subir desde mis tobillos hasta mi cintura. Cuando me acariciaban y me agarraban a la vez, con unas ganas tan intensas que casi dolía. Y recordé, cuando todo esto nos pasaba a ti y a mí... Así de fácil.
Tu pensamiento tuvo que unirse al mio, porque como un chispazo, noté tu mirada clavarse en el contoneo de mis caderas y ya no pude pensar en nada más.
Me paré ante la puerta de la casa y tú te acercaste por detrás. Tu cuerpo se apoyó en el mío para alcanzar la cerradura. Hacía tanto tiempo que no me estremecía esa manera tuya de excitarte con el simple movimiento de mi falda, que al principio no me lo creí. Pero entonces, el llavero se cayó.
Nos agachamos a la vez rozándonos las manos en el suelo. Sin el permiso de la razón, nuestros dedos se enlazaron por su cuenta mientras nos levantábamos. Y con ese tipo de ahogo, que el alma nos pone en la garganta muy pocas veces, nos dijimos sin palabras que queríamos seguir adelante .
Me soltaste para acariciar mis brazos con tus dedos, para subir zigzagueando hacia mi pelo y para seguir despertándome la piel a tu increíble manera.
Cuando tu pecho se apoyó en mi espalda las llaves volvieron a caerse, y ésta vez, nadie se agachó a recogerlas.
Rodeaste mi cintura con ese abrazo que tu siempre hacías especial. Me acercaste a ti. Tu cara se apoyó en mi hombro. Tus labios rozaron mi cuello electrificando mi pecho y mi alma, y apretándome como si quisieras meterme dentro de ti.
Mi cabeza se inclinó y tu boca recorrió suavemente mis orejas, mi frente, mi barbilla, la comisura de mis labios...
Nos buscamos, cerramos los ojos y nuestras lenguas empezaron a jugar. Su ritmo aumentaba a la vez que el de nuestra respiración.
Me volví hacia ti y tus ojos brillaron para mí.
Nos besamos... Nos besamos... Y nos besamos...
Nuestras lenguas seguían enredadas. Empezamos a gemir. A comernos. A explorarnos por todas partes como si fuera la primera vez.
Más besos... Más lengua... Más labios...
Ese cuerpo, que me estaba acostumbrando a no echar de menos, se estrujaba ardiendo contra mí. Se restregaba por todo mi espacio y abría de par en par cada uno de mis poros.
Paramos un momento, me cogiste de la mano y subimos unos cuantos escalones. Sin duda, ese rellano era algo más íntimo.
Te quitaste tu jersey y lo colocaste en el suelo, al momento tu camisa estaba a su lado. Entonces comenzaste a desnudarme.
Mi piel se erizaba mientras me quitabas el vestido, pero no era de frío. No tenía frío... Nada de frío.
Desabroché los botones de tu pantalón. Metí mi mano por tu cintura hacia tus caderas. Bajé por tus piernas y luego subí. Por delante y por detrás. Arriba y abajo...
Mi boca, mis labios y mi lengua recorrían tu cuerpo. Tu boca, tus labios y tu lengua me empapaban más allá de la piel.
Nuestra ropa había formado la cama más bonita del mundo.
Nos tumbamos y rodamos abrazados.
Más lengua. Más boca. Más manos...
Todo mi cuerpo se levantaba hacia ti, me abrazabas. Me mirabas, y tus ojos gritaban mucho más que pasión.
No es posible describir todo el deseo que me provocabas...
Entrabas y salías de mí. Encima, debajo. De pie, sentados, tumbados, pero siempre a mi lado.
Pero siempre a mi lado... Pero siempre a mi lado...
Cualquiera habría dicho que estábamos juntos, incluso nosotros.
Tu y yo, y pasión, dulzura, complicidad, lujuria, amor... Tu y yo y esa combinación que hace del sexo, el regalo perfecto para el cuerpo y para el alma.
Como dice el poeta: “Quien lo probó, lo sabe”.
Me importa nada el tiempo que pasó desde que rodeaste mi cintura con tus brazos junto a la cerradura, hasta que nos quedamos quietos y en silencio sobre nuestra ropa esparcida por el rellano.
Me importa mucho lo que sentimos.
Pero de repente, como si algo malvado zarandeara nuestras mentes a la vez, tú y yo nos incorporamos, tú y yo empezamos a recogerlo todo, tú y yo nos vestimos y, sin casi darnos cuenta... Tú y yo deshicimos para siempre la cama más bonita del mundo.
Bajamos los escalones y abrimos la puerta.
Nunca se nos volvieron a caer las llaves.
Y nunca nadie ha vuelto a pensar que estábamos juntos... Ni siquiera nosotros.
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