Mi abuela me enseñó a hacer
croquetas, el significado de la palabra cómplice y lo genial que es recrearse
en todo lo que nos gusta. Mi abuelo intentó que aprendiera a acabar lo que
empezara —lástima que se muriera antes de conseguirlo—. Pero cada vez que me
cogía de la mano, yo entendía lo que es sentirse protegida.
Mi
padre quería que yo fuera la mejor. Cuando comprendí lo subjetivo que es este
concepto, y que iba a seguir siendo su hija aunque yo fuera un desastre, todo
fue menos duro. También me demostró más de mil veces que es posible emocionarse
con el mismo culo durante muchos años… Si no fuera por él, hoy juraría que eso
no es verdad.
Mirando
a mi madre me di cuenta de lo natural que debería ser abrazar a las personas
que quieres, y de lo difícil que resulta intentar que todos estén bien a
nuestro alrededor. Con ella conocí a Gardel, supe lo bonitos que son los
boleros y lo mucho que me habría gustado saber cantar cualquier cosa.
Junto
a mis amigas me dejé conquistar, primero por el balón bolea y por el “Sota,
caballo y rey”; y luego por Génesis, Serrat y Debussy. Experimenté la unión que
trasmite hablar, reírse o compadecerse al lado de alguien durante horas, y la
pasión que acompaña a romper las primeras reglas.
Así,
en medio de todo esto, cumplí dieciséis años. Y entonces… Miguel García Moliner
me enseñó a fumar, a montar en moto, a que no había nada malo en desabrocharse
un botón más de la camisa y lo que se siente cuando te abraza un hombre
enamorado. No necesité tener experiencia, para darme cuenta ya entonces, de lo
increíblemente maravilloso y difícil que es eso.
Por
esa edad Lidia, Anouk y yo estábamos siempre juntas. Cada una teníamos otras
amigas, pero nunca nos mezclábamos para salir. Teníamos muy claro, que nuestra
relación se convertía en muy especial, cuando estábamos juntas las tres solas.
Nos
resultaba tan normal hablar sin parar, como estar en silencio toda una tarde
escuchando veinte veces la misma canción. Unos días andábamos cuarenta minutos
para comprarnos un bocadillo de pinchitos en el parque, y luego sentarnos a
comérnoslo en cualquier escalón de una calle tranquila. Y otros nos
quedábamos encerradas en la habitación de la casa de Lidia o en la mía, con un
té o con unas Coca Colas en el suelo. Fue uno de estos días, cuando se nos
ocurrió merendar palmeras de chocolate.
Lidia
venía muchas veces con su hermano Alejandro. Por supuesto que a Anouk y a mí
nos habría encantado que fuese más mayor, pero Ale entonces era sólo un niño de
once años que siempre estaba leyendo tebeos de Conan —ahora creo que lo haría
sobre todo para salvarse de lo aburridas que debíamos resultarle—. Él estaba
con nosotras, la primera tarde que decidimos entrar en aquella confitería.
Varias
personas aguardaban su turno, y una señora con unos enormes pechos les atendía
por detrás del mostrador. Mientras esperábamos, giré la vista hacia el pasillo
que estaba a mi lado. Y allí, en la habitación del fondo… entre bandejas llenas
de ensaimadas, cruasanes, y bollitos de leche… con una camiseta que dejaba sus
hombros al descubierto… acariciando una enorme masa de harina, azúcar y agua…
empapado en sudor y envuelto en olor a pan caliente… No dejaba de mirarnos,
Miguel García Moliner.
Las
palmeras de chocolate despertaron en mí un deseo que, desde luego, nada tenía
que ver con su sabor. Ni siquiera ahora pueden dejar de trasmitirme sensaciones
nostálgicas e increíblemente morbosas, a partes iguales.
No
hace falta decir, que los bocadillos de pinchitos que nos preparaba aquel
hombre gordo y cincuentón en el parque, no podían competir con el placer que
nos proporcionaba meternos en la boca aquellos dulces recién hechos, cubiertas
por la mirada de Miguel. Así que la frecuencia de las visitas al parque bajó a
toda velocidad, y casi todas nuestras meriendas se convirtieron en tardes de
pasteles.
Uno
de estos días, mientras esperábamos que nos despachara la señora de enormes
pechos, él se acercó:
—Salgo en diez minutos
Y todo empezó a temblar a nuestro alrededor.
—Salgo en diez minutos
Y todo empezó a temblar a nuestro alrededor.
A
las siete y cinco, con una camiseta azul marino y un pantalón de pinzas casi
blanco, con unas gafas de sol en una mano y un llavero enorme en la otra, Miguel
García Moliner vino hacia nosotras. Nos presentamos, le dimos dos besos cada
una, hablamos de matemáticas y de pasteles, nos pusimos nerviosas, luego nos
pusimos más nerviosas y, cuando ya era imposible que nos pusiéramos aún más
nerviosas, quedamos para el día siguiente en la puerta de la Facultad
de Derecho —según él, el lugar perfecto para refugiarse de casi todo—.
Sacó las llaves que se había guardado en el bolsillo, y nos dirigimos hacia una Cota 49 roja y brillante aparcada cerca de nosotros. Se
agachó para quitarle el candado; sus pantalones, su espalda y sus brazos se convirtieron en
el centro del mundo... Y yo borré para siempre cualquier duda que pudiera tener, sobre si me gustarían los hombres o no.
Se
montó en su moto, desapareció por la primera curva a la derecha, y Lidia, Anouk
y yo, nos quedamos un rato flotando en la acera.
Miguel
García Moliner fue el primer hombre que compartimos Lidia y yo. La relación con Gabino sería
mucho más física y mucho menos importante… Pero eso ocurrió diez años después.
Casi
todos los días al atardecer, saltábamos la valla de la Facultad de Derecho,
rodeábamos la estatua de la Virgen que había en el jardín y nos sentábamos en
el alfeizar de la que se convirtió en nuestra ventana.
Estoy
convencida de que empecé a fumar para tener algo en común con Miguel.
Anouk
era la encargada de esconder nuestro paquete de Sombra, cada anochecer en un
árbol distinto, pero ella nunca fumaba. Al llegar a nuestra ventana, buscaba el
tabaco y, sólo entonces, empezábamos a hablar.
Para
Lidia y para mí, fumar era todo un ritual. Ninguna de las dos podíamos decir
nada o caminar con un cigarro en la mano, pero Miguel sí podía.
Él
nos contaba sus viajes con su hermano, nos hablaba de motos y de coches, del
trabajo en la pastelería y de sus chapuzas para ganar más dinero, de las novias
que había tenido y de los amigos con los que se montaba sus fiestas. Nosotras
sólo sabíamos hablar de nuestros padres, del colegio, y de alguna historia de escritores, de descubridores o de inventores que estudiábamos en
clase y que nos hacía gracia. Claramente, nada lo bastante emocionante cómo para competir con las
aventuras que nos contaba MIguel.
Entonces, todavía no entendía porque él pasaba tanto tiempo con nosotras.
El
diecisiete de Mayo de mil novecientos ochenta y uno se produjo un eclipse total
de luna. Entonces, únicamente lo disfruté, pero la verdad es que cada vez
que ha habido un cambio en mi vida, ocurría junto a algo llamativo de mi alrededor. Tengo
un amigo que dice que estamos rodeados de señales que nos avisan de algo o que
nos resuelven las dudas sobre el camino a seguir en un momento determinado, y
que solo tenemos que abrir los ojos para verlas. Yo no creo que sea así. Pero
si hay instantes en que, como un resorte, algo salta y todo se mueve. Y que, inesperadamente, cosas
importantes dejan de ser como han sido hasta entonces desde ese minuto y para siempre.
La
tarde de la noche del eclipse, llegué a la verja de nuestro escondite la primera
y Anouk apareció enseguida. Saltamos la valla y fuimos a sentarnos al alfeizar
de nuestra ventana. No tenía ningún sentido para mí fumar sola, así que mi
amiga no fue a buscar el paquete de Sombra hasta que vino Miguel. Llevábamos
cerca de media hora charlando y riéndonos mucho, cuando Lidia apareció y nos
dejó sin palabras a los tres. El precioso vestido rojo que llevaba, su trenza
negra y su cara morena brillando de ilusión, le daban un aspecto más luminoso y
feliz que nunca.
Recuerdo
que hablamos de lo que queríamos estudiar cada una. Lidia miró a su alrededor, luego a nuestro
amigo, y dijo que ella quería hacer Derecho… Que yo supiera, nunca lo
había pensado antes, y me pareció que lo que ella deseaba de verdad en ese
momento era quedarse allí, con nosotros, para siempre.
Yo
no tenía ni idea de lo que iba a estudiar, sólo sabía que me encantaba hacer
redacciones y bailar ballet y cualquier música, y que todo el mundo debería probar lo que se siente al
escribir y al moverse donde nos lleven los sonidos bonitos. Así que dije que estaría bien montar una
escuela donde se pudiera aprender a hacer las cosas que no se estudian en las
carreras normales, las cosas que no sirven para nada práctico, las que solo se hacen por puro placer.
Miguel no decía nada, así que le preguntamos directamente. Dio una calada grande a su cigarro, pero esta vez sin el punto ese de chulería que él siempre tenía cuando hablaba y fumaba mezclando el humo con sus palabras...
Miguel no decía nada, así que le preguntamos directamente. Dio una calada grande a su cigarro, pero esta vez sin el punto ese de chulería que él siempre tenía cuando hablaba y fumaba mezclando el humo con sus palabras...
—A
mí lo que me gustaría sería poder elegir, poder pensar en elegir… A mí lo que me gustaría es poder hacer lo que estáis haciendo vosotras
Nos
quedamos en silencio unos minutos. Acabábamos de descubrir uno de los motivos
por las que Miguel pasaba tanto tiempo con nosotras… Al final de la noche, él
me mostró la segunda razón.
Mi
ídolo bajaba de su pedestal para ponerse a nuestro lado. Y entonces, no sé si por por unas horas o para siempre, nos hicimos amigos de verdad.
Lidia
se había mostrado nerviosa, coqueta y radiante durante toda esa tarde. Pero cuando
Anouk y yo volvimos del servicio de señoras, cómo llamábamos al sauce que había
al fondo del jardín, nuestra amiga ya no desprendía luz. Todo se puso un poquito más oscuro y, aunque yo entonces no sabía por qué, decidimos irnos a casa temprano.
Pasaron años hasta que Lidia me contó lo que había ocurrido entre Miguel y ella en el rato que estuvieron solos, pero en aquel momento ni siquiera me lo imaginé. Yo también tarde mucho en contarle lo que viví aquella noche, y lo hice como si no hubiese sido tan importante.
Pasaron años hasta que Lidia me contó lo que había ocurrido entre Miguel y ella en el rato que estuvieron solos, pero en aquel momento ni siquiera me lo imaginé. Yo también tarde mucho en contarle lo que viví aquella noche, y lo hice como si no hubiese sido tan importante.
Llevaba
unos metros andando sola, cuando Miguel apareció derrapando en su Cota 49.
—Hola
Violeta, ¿te llevo?
—Mejor,
no. Si te ven mis padres, me muero
—Pues,
vamos a dar una vuelta. Yo nunca he visto un eclipse de luna
—Es
que tengo que estar a las nueve y media
en casa
—Pero
si son sólo las ocho y cuarto…
Me subí a la moto apoyándome en el sillín,
mientras él me cogía por la cintura apretándome contra su espalda. Arrancó y el
viento, su pelo y su olor, comenzaron a acariciar mi cara de una manera
intensamente suave.
Tenía mi cara sobre su hombro para poder
oírle mejor lo que me iba contando. Pero, de repente se calló, e inclinó su cabeza hacia mí. Su barba de
dos días rozaba mi mejilla, pero estoy segura de que eso no fue lo que provocó
que me pusiera tan colorada.
Aflojó la velocidad cuando entramos en el Paseo de la Farola, quitó una mano del manillar y la puso sobre mi rodilla, la deslizó hasta mis caderas haciéndome sentir toda mi piel, y a mí solamente se me ocurrió separarme. Volvió a agarrar el acelerador y embistió hacia delante con un ímpetu que me asustó un poco. Mis brazos le rodearon instintivamente para sujetarme y, cuando sentí su pecho bajo mis manos, se me olvidó que podía sentir miedo.
Aflojó la velocidad cuando entramos en el Paseo de la Farola, quitó una mano del manillar y la puso sobre mi rodilla, la deslizó hasta mis caderas haciéndome sentir toda mi piel, y a mí solamente se me ocurrió separarme. Volvió a agarrar el acelerador y embistió hacia delante con un ímpetu que me asustó un poco. Mis brazos le rodearon instintivamente para sujetarme y, cuando sentí su pecho bajo mis manos, se me olvidó que podía sentir miedo.
Seguimos
hacia el morro del puerto, según él, allí veríamos bien el eclipse. Justo antes
de llegar, cuando las luces se habían quedado atrás y mezclado con el viento en
mi cara, el olor a él, su pelo revuelto, sus manos acariciando mi pierna, y mi
pecho apoyado en su espalda… Pronunció muy despacio y con una voz grave que me
hizo temblar, una palabra que hasta entonces nunca me había gustado demasiado: Violeta.
Al
llegar al final, dejamos la moto y nos sentamos en una de las piedras que
asomaban sobre el mar. Pasó su brazo por mi hombro y yo crucé los míos sobre mi cintura con una vergüenza
que ahora me da coraje. La luna desaparecía frente a nosotros, pero yo sólo podía
sentir las manos de Miguel enredadas entre mi pelo. Nunca había pensado que
algo así me podría ocurrir a mí y nunca que además pudiera sentirme tan especial
como en ese momento él me estaba haciendo sentir.
Miguel
García Moliner cogió mi barbilla y unió sus labios a los míos con la dulzura y
el calor de todos los pasteles que habían pasado por sus manos. Mi piel ardía
así por primera vez en mi vida y, me puse tan nerviosa, que lo único que se me
ocurrió fue dar un salto y levantarme.
Miguel
se puso de pie frente a mí, me abrazó, apartó el pelo de mi cara suavemente, y mirando
de una manera que yo no sabía que se podía mirar, me dijo: No es posible estar más enamorado.
Sus
labios volvieron a acercarse. Besó mi frente, mis mejillas, mis orejas, mi
cuello y mi boca. Nuestras lenguas empezaron a jugar, despacio primero y deprisa
después… Con dulzura primero y con pasión después… Sus brazos me apretaban como
si mi cuerpo le estorbara para llegar a mí y nosotros nos mezclamos, no sé de qué manera, pero si sé que para siempre. Otra vez, se me olvidó sentir miedo.
Eran
casi las diez cuando llegué a casa. Mi padre me regañó. Cené y me metía a soñar
en mi cama.
Cuando desperté, la luz del sol lo estropeó todo. Mis miedos volvieron a aparecer y
muchas otras cosas desaparecieron.
Lidia
faltaba a nuestras reuniones en los jardines de la Facultad de Derecho, cada
vez más frecuentemente.
A Anouk ya no le divertía escondernos el tabaco y aparecía y desaparecía sin motivo, hasta que al final, sencillamente, dejó de ser la Anouk que siempre habíamos visto.
Yo solamente intentaba no pensar... No permitía que me diera tiempo a otra cosa.
Y cada una por una razón que ni siquiera habíamos hablado entre nosotras, echamos a Miguel de nuestras vidas.
Nuestra ventana, dejó de ser nuestra ventana. Nuestro jardín, ya no fue más nuestro jardín. Nuestras conversaciones se murieron lentamente y todo lo que había sido un mundo perfecto durante meses, desapareció de repente.
A Anouk ya no le divertía escondernos el tabaco y aparecía y desaparecía sin motivo, hasta que al final, sencillamente, dejó de ser la Anouk que siempre habíamos visto.
Yo solamente intentaba no pensar... No permitía que me diera tiempo a otra cosa.
Y cada una por una razón que ni siquiera habíamos hablado entre nosotras, echamos a Miguel de nuestras vidas.
Nuestra ventana, dejó de ser nuestra ventana. Nuestro jardín, ya no fue más nuestro jardín. Nuestras conversaciones se murieron lentamente y todo lo que había sido un mundo perfecto durante meses, desapareció de repente.
Miguel
empezó a salir con otra pandilla, a pasearse por mi calle en su moto, con sus
novias, con sus botellas de ron y con todo lo que se pudiera fumar.
Las vidas de cada uno siguieron por sus caminos. Unos caminos que nunca han dejado de cruzarse. Y, no sé los demás, pero yo no recuerdo ninguna época de mi vida en que no me haya preguntado en algún momento: ¿qué habría pasado si, al día siguiente del eclipse, se me hubiese olvidado sentir miedo otra vez?
Las vidas de cada uno siguieron por sus caminos. Unos caminos que nunca han dejado de cruzarse. Y, no sé los demás, pero yo no recuerdo ninguna época de mi vida en que no me haya preguntado en algún momento: ¿qué habría pasado si, al día siguiente del eclipse, se me hubiese olvidado sentir miedo otra vez?