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martes, 22 de septiembre de 2015

Capítulo 2 De La Novela "Al Lado De Violeta"


           



      Mi abuela me enseñó a hacer croquetas, el significado de la palabra cómplice y lo genial que es recrearse en todo lo que nos gusta. Mi abuelo intentó que aprendiera a acabar lo que empezara —lástima que se muriera antes de conseguirlo—. Pero cada vez que me cogía de la mano, yo entendía lo que es sentirse protegida.
Mi padre quería que yo fuera la mejor. Cuando comprendí lo subjetivo que es este concepto, y que iba a seguir siendo su hija aunque yo fuera un desastre, todo fue menos duro. También me demostró más de mil veces que es posible emocionarse con el mismo culo durante muchos años… Si no fuera por él, hoy juraría que eso no es verdad.
Mirando a mi madre me di cuenta de lo natural que debería ser abrazar a las personas que quieres, y de lo difícil que resulta intentar que todos estén bien a nuestro alrededor. Con ella conocí a Gardel, supe lo bonitos que son los boleros y lo mucho que me habría gustado saber cantar cualquier cosa.
Junto a mis amigas me dejé conquistar, primero por el balón bolea y por el “Sota, caballo y rey”; y luego por Génesis, Serrat y Debussy. Experimenté la unión que trasmite hablar, reírse o compadecerse al lado de alguien durante horas, y la pasión que acompaña a romper las primeras reglas.
Así, en medio de todo esto, cumplí dieciséis años. Y entonces… Miguel García Moliner me enseñó a fumar, a montar en moto, a que no había nada malo en desabrocharse un botón más de la camisa y lo que se siente cuando te abraza un hombre enamorado. No necesité tener experiencia, para darme cuenta ya entonces, de lo increíblemente maravilloso y difícil que es eso. 
Por esa edad Lidia, Anouk y yo estábamos siempre juntas. Cada una teníamos otras amigas, pero nunca nos mezclábamos para salir. Teníamos muy claro, que nuestra relación se convertía en muy especial, cuando estábamos juntas las tres solas.
Nos resultaba tan normal hablar sin parar, como estar en silencio toda una tarde escuchando veinte veces la misma canción. Unos días andábamos cuarenta minutos para comprarnos un bocadillo de pinchitos en el parque, y luego sentarnos a comérnoslo en cualquier escalón de una calle tranquila. Y otros nos quedábamos encerradas en la habitación de la casa de Lidia o en la mía, con un té o con unas Coca Colas en el suelo. Fue uno de estos días, cuando se nos ocurrió merendar palmeras de chocolate.
Lidia venía muchas veces con su hermano Alejandro. Por supuesto que a Anouk y a mí nos habría encantado que fuese más mayor, pero Ale entonces era sólo un niño de once años que siempre estaba leyendo tebeos de Conan —ahora creo que lo haría sobre todo para salvarse de lo aburridas que debíamos resultarle—. Él estaba con nosotras, la primera tarde que decidimos entrar en aquella confitería.
Varias personas aguardaban su turno, y una señora con unos enormes pechos les atendía por detrás del mostrador. Mientras esperábamos, giré la vista hacia el pasillo que estaba a mi lado. Y allí, en la habitación del fondo… entre bandejas llenas de ensaimadas, cruasanes, y bollitos de leche… con una camiseta que dejaba sus hombros al descubierto… acariciando una enorme masa de harina, azúcar y agua… empapado en sudor y envuelto en olor a pan caliente… No dejaba de mirarnos, Miguel García Moliner.
Las palmeras de chocolate despertaron en mí un deseo que, desde luego, nada tenía que ver con su sabor. Ni siquiera ahora pueden dejar de trasmitirme sensaciones nostálgicas e increíblemente morbosas, a partes iguales.
No hace falta decir, que los bocadillos de pinchitos que nos preparaba aquel hombre gordo y cincuentón en el parque, no podían competir con el placer que nos proporcionaba meternos en la boca aquellos dulces recién hechos, cubiertas por la mirada de Miguel. Así que la frecuencia de las visitas al parque bajó a toda velocidad, y casi todas nuestras meriendas se convirtieron en tardes de pasteles.
Uno de estos días, mientras esperábamos que nos despachara la señora de enormes pechos, él se acercó:
Salgo en diez minutos
Y todo empezó a temblar a nuestro alrededor.
A las siete y cinco, con una camiseta azul marino y un pantalón de pinzas casi blanco, con unas gafas de sol en una mano y un llavero enorme en la otra, Miguel García Moliner vino hacia nosotras. Nos presentamos, le dimos dos besos cada una, hablamos de matemáticas y de pasteles, nos pusimos nerviosas, luego nos pusimos más nerviosas y, cuando ya era imposible que nos pusiéramos aún más nerviosas, quedamos para el día siguiente en la puerta de la Facultad de Derecho —según él, el lugar perfecto para refugiarse de casi todo—.
Sacó las llaves que se había guardado en el bolsillo, y nos dirigimos hacia una Cota 49 roja y brillante aparcada cerca de nosotros. Se agachó para quitarle el candado; sus pantalones, su espalda y sus brazos se convirtieron en el centro del mundo... Y yo borré para siempre cualquier duda que pudiera tener, sobre si me gustarían los hombres o no.
Se montó en su moto, desapareció por la primera curva a la derecha, y Lidia, Anouk y yo, nos quedamos un rato flotando en la acera.
Miguel García Moliner fue el primer hombre que compartimos Lidia y yo. La relación con Gabino sería mucho más física y mucho menos importante… Pero eso ocurrió diez años después.
Casi todos los días al atardecer, saltábamos la valla de la Facultad de Derecho, rodeábamos la estatua de la Virgen que había en el jardín y nos sentábamos en el alfeizar de la que se convirtió en nuestra ventana.
Estoy convencida de que empecé a fumar para tener algo en común con Miguel.
Anouk era la encargada de esconder nuestro paquete de Sombra, cada anochecer en un árbol distinto, pero ella nunca fumaba. Al llegar a nuestra ventana, buscaba el tabaco y, sólo entonces, empezábamos a hablar.
Para Lidia y para mí, fumar era todo un ritual. Ninguna de las dos podíamos decir nada o caminar con un cigarro en la mano, pero Miguel sí podía.
Él nos contaba sus viajes con su hermano, nos hablaba de motos y de coches, del trabajo en la pastelería y de sus chapuzas para ganar más dinero, de las novias que había tenido y de los amigos con los que se montaba sus fiestas. Nosotras sólo sabíamos hablar de nuestros padres, del colegio, y de alguna historia de escritores, de descubridores o de inventores que estudiábamos en clase y que nos hacía gracia. Claramente, nada lo bastante emocionante cómo para competir con las aventuras que nos contaba MIguel.
 Entonces, todavía no entendía porque él pasaba tanto tiempo con nosotras.
El diecisiete de Mayo de mil novecientos ochenta y uno se produjo un eclipse total de luna. Entonces, únicamente lo disfruté, pero la verdad es que cada vez que ha habido un cambio en mi vida, ocurría junto a algo llamativo de mi alrededor. Tengo un amigo que dice que estamos rodeados de señales que nos avisan de algo o que nos resuelven las dudas sobre el camino a seguir en un momento determinado, y que solo tenemos que abrir los ojos para verlas. Yo no creo que sea así. Pero si hay instantes en que, como un resorte, algo salta y todo se mueve. Y que, inesperadamente, cosas importantes dejan de ser como han sido hasta entonces desde ese minuto y para siempre.
La tarde de la noche del eclipse, llegué a la verja de nuestro escondite la primera y Anouk apareció enseguida. Saltamos la valla y fuimos a sentarnos al alfeizar de nuestra ventana. No tenía ningún sentido para mí fumar sola, así que mi amiga no fue a buscar el paquete de Sombra hasta que vino Miguel. Llevábamos cerca de media hora charlando y riéndonos mucho, cuando Lidia apareció y nos dejó sin palabras a los tres. El precioso vestido rojo que llevaba, su trenza negra y su cara morena brillando de ilusión, le daban un aspecto más luminoso y feliz que nunca.
Recuerdo que hablamos de lo que queríamos estudiar cada una. Lidia miró a su alrededor, luego a nuestro amigo, y dijo que ella quería hacer Derecho… Que yo supiera, nunca lo había pensado antes, y me pareció que lo que ella deseaba de verdad en ese momento era quedarse allí, con nosotros, para siempre.
Yo no tenía ni idea de lo que iba a estudiar, sólo sabía que me encantaba hacer redacciones y bailar ballet y cualquier música, y que todo el mundo debería probar lo que se siente al escribir y al moverse donde nos lleven los sonidos bonitos. Así que dije que estaría bien montar una escuela donde se pudiera aprender a hacer las cosas que no se estudian en las carreras normales, las cosas que no sirven para nada práctico, las que solo se hacen por puro placer.
Miguel no decía nada, así que le preguntamos directamente. Dio una calada grande a su cigarro, pero esta vez sin el punto ese de chulería que él siempre tenía cuando hablaba y fumaba mezclando el humo con sus palabras...
—A mí lo que me gustaría sería poder elegir, poder pensar en elegir… A mí lo que me gustaría es poder hacer lo que estáis haciendo vosotras
Nos quedamos en silencio unos minutos. Acabábamos de descubrir uno de los motivos por las que Miguel pasaba tanto tiempo con nosotras… Al final de la noche, él me mostró la segunda razón.
Mi ídolo bajaba de su pedestal para ponerse a nuestro lado. Y entonces, no sé si por por unas horas o para siempre, nos hicimos amigos de verdad.
Lidia se había mostrado nerviosa, coqueta y radiante durante toda esa tarde. Pero cuando Anouk y yo volvimos del servicio de señoras, cómo llamábamos al sauce que había al fondo del jardín, nuestra amiga ya no desprendía luz. Todo se puso un poquito más oscuro y, aunque yo entonces no sabía por qué, decidimos irnos a casa temprano.
Pasaron años hasta que Lidia me contó lo que había ocurrido entre Miguel y ella en el rato que estuvieron solos, pero en aquel momento ni siquiera me lo imaginé. Yo también tarde mucho en contarle lo que viví aquella noche, y lo hice como si no hubiese sido tan importante.
Llevaba unos metros andando sola, cuando Miguel apareció derrapando en su Cota 49.
—Hola Violeta, ¿te llevo?
—Mejor, no. Si te ven mis padres, me muero
—Pues, vamos a dar una vuelta. Yo nunca he visto un eclipse de luna
—Es que tengo  que estar a las nueve y media en casa
—Pero si son sólo las ocho y cuarto…
 Me subí a la moto apoyándome en el sillín, mientras él me cogía por la cintura apretándome contra su espalda. Arrancó y el viento, su pelo y su olor, comenzaron a acariciar mi cara de una manera intensamente suave.
 Tenía mi cara sobre su hombro para poder oírle mejor lo que me iba contando. Pero, de repente se calló, e inclinó su cabeza hacia mí. Su barba de dos días rozaba mi mejilla, pero estoy segura de que eso no fue lo que provocó que me pusiera tan colorada.
Aflojó la velocidad cuando entramos en el Paseo de la Farola, quitó una mano del manillar y la puso sobre mi rodilla, la deslizó hasta mis caderas haciéndome sentir toda mi piel, y a mí solamente se me ocurrió separarme. Volvió a agarrar el acelerador y embistió hacia delante con un ímpetu que me asustó un poco. Mis brazos le rodearon instintivamente para sujetarme y, cuando sentí su pecho bajo mis manos, se me olvidó que podía sentir miedo.
Seguimos hacia el morro del puerto, según él, allí veríamos bien el eclipse. Justo antes de llegar, cuando las luces se habían quedado atrás y mezclado con el viento en mi cara, el olor a él, su pelo revuelto, sus manos acariciando mi pierna, y mi pecho apoyado en su espalda… Pronunció muy despacio y con una voz grave que me hizo temblar, una palabra que hasta entonces nunca me había gustado demasiado: Violeta.
Al llegar al final, dejamos la moto y nos sentamos en una de las piedras que asomaban sobre el mar. Pasó su brazo por mi hombro y yo crucé  los míos sobre mi cintura con una vergüenza que ahora me da coraje. La luna desaparecía frente a nosotros, pero yo sólo podía sentir las manos de Miguel enredadas entre mi pelo. Nunca había pensado que algo así me podría ocurrir a mí y nunca que además pudiera sentirme tan especial como en ese momento él me estaba haciendo sentir.
Miguel García Moliner cogió mi barbilla y unió sus labios a los míos con la dulzura y el calor de todos los pasteles que habían pasado por sus manos. Mi piel ardía así por primera vez en mi vida y, me puse tan nerviosa, que lo único que se me ocurrió fue dar un salto y levantarme.
Miguel se puso de pie frente a mí, me abrazó, apartó el pelo de mi cara suavemente, y mirando de una manera que yo no sabía que se podía mirar, me dijo: No es posible estar más enamorado.
Sus labios volvieron a acercarse. Besó mi frente, mis mejillas, mis orejas, mi cuello y mi boca. Nuestras lenguas empezaron a jugar, despacio primero y deprisa después… Con dulzura primero y con pasión después… Sus brazos me apretaban como si mi cuerpo le estorbara para llegar a mí y nosotros nos mezclamos, no sé de qué manera, pero si sé que para siempre. Otra vez, se me olvidó sentir miedo.
Eran casi las diez cuando llegué a casa. Mi padre me regañó. Cené y me metía a soñar en mi cama.
Cuando desperté, la luz del sol lo estropeó todo. Mis miedos volvieron a aparecer y muchas otras cosas desaparecieron.
Lidia faltaba a nuestras reuniones en los jardines de la Facultad de Derecho, cada vez más frecuentemente.
A Anouk ya no le divertía escondernos el tabaco y aparecía y desaparecía sin motivo, hasta que al final, sencillamente, dejó de ser la Anouk que siempre habíamos visto.
Yo solamente intentaba no pensar... No permitía que me diera tiempo a otra cosa.
Y cada una por una razón que ni siquiera habíamos hablado entre nosotras, echamos a Miguel de nuestras vidas.
Nuestra ventana, dejó de ser nuestra ventana. Nuestro jardín, ya no fue más nuestro jardín. Nuestras conversaciones se murieron lentamente y todo lo que había sido un mundo perfecto durante meses, desapareció de repente.
Miguel empezó a salir con otra pandilla, a pasearse por mi calle en su moto, con sus novias, con sus botellas de ron y con todo lo que se pudiera fumar.
Las vidas de cada uno siguieron por sus caminos. Unos caminos que nunca han dejado de cruzarse. Y, no sé los demás, pero yo no recuerdo ninguna época de mi vida en que no me haya preguntado en algún momento: ¿qué habría pasado si, al día siguiente del eclipse, se me hubiese olvidado sentir miedo otra vez?